I
Recuerdo la mosca pegajosa dando por
saco. Se me ponía en la boca, corría hacia la nariz, volaba hasta
mis cejas, bajaba por las cuencas junto a las gotas de sudor... Sus
patas diminutas correteándome la cara eran una tortura. Trataba de
espantarla meneando la cabeza, cada vez con más violencia y
hartazgo, pero la muy hija de puta volvía otra vez, sin dar tregua.
Llegó un momento en el que ni haciendo eso se iba; tenía que poner
la boca de mil maneras extrañas para soplar en su dirección e
intentar espantarla. Si hubiera tenido las manos libres, le hubiera
dado un palmetazo y me la hubiese quitado de en medio rápido, pero
las tenía cargadas con dos cántaros llenos de aceite y no tenía un
segundo para pararme.
Se me iban a descoyunturar* los
hombros, parecía una campana dando tumbos; por lo menos estaba
equilibrada. Tenía que ser la risión de todo el que me viera,
andando a toda prisa pero con pasitos cortos, por un camino lleno de
piedras, tratando de alcanzar a mi madre, que corría como una liebre
¡la muy condenada!
Vestida con su sayo negro por el luto
de mi padre, andaba ligero como un chiquillo, usándome a mí de
mula. Solo se paró un segundo cuando las campanas de la iglesia
tocaron a muerto, preguntándose quién sería y pensando en que
tendría la obligación de enterarse y dar el pésame a quién fuera;
pero rápidamente retomó la marcha al recordar que su cometido era
más importante. Tenía un destino fijo: la ermita de las ánimas
benditas a echar una manda, como todas las viejas que no tenían a
dónde agarrarse.
Las
ánimas benditas eran las almas del purgatorio. Buscando expiar sus
pecados y poner fin a su castigo, eran capaces de conseguir
imposibles para aquel que les rezara y pidiera su ayuda. Pero, a
cambio, pedían una ofrenda y una penitencia ¡y pobre de quién no
cumpliera! Bueno, eso era lo que contaban.
Todos en este pueblo se encomendaban
en algún momento a ellas. Se encendían velas y mariposas en su
ermita y en los caminos, levantando altares por ellas; había hasta
quién los picaba en la fachada de sus casas. La cuestión es que la
devoción y el miedo son una cosa muy parecida. Desde pequeña
siempre me habían amenazado con la llegada de las ánimas para que
me portara bien. A mí y a todos los niños. Nos decían que podían
escuchar nuestros pensamientos y castigarnos si les ofendían; nos
asustaban con su eterno entierro, que se aparecía a quienes les
daban las doce de la noche en un cruce de caminos para llevarse su
alma... A mí, la verdad, siempre me habían parecido unas hijas de
puta que tenían amenazado a todo el pueblo.
Tras un buen rato subiendo por la
Rambla de las Cruces, se asomó tras un recodo el arco bajito que
daba paso a las ánimas. Mi madre me esperaba junto al muro,
impaciente, aunque no llevara ni diez segundos allí. “¡Venga,
niña! Que te pesa el culo ¡con lo joven que eres!” me gritaba,
pero en voz bajita, sin darme derecho a réplica, ya que me mandó
callar en cuanto cruzamos el arco. Una buena sombra cubría el lugar
y la temperatura pareció bajar de golpe. Aquel rincón apartado del
camino era más húmedo y gris que todo a su alrededor, aunque todo
seguía lleno de moscas.
Aquel lugar siempre me encogía el
estómago. Era un velatorio perpetuo en el que siempre había cinco o
seis viejas guardando silencio sepulcral. Como si velaran al muerto o
como si esperaran a que el sepulturero metiera la caja en el nicho,
se congregaban cabizbajas, con la pena dibujada en sus rostros, en
torno a una casetilla de piedra en la que no entraba una persona de
pie.
Avanzaba despacio, detrás de mi
madre, mirando con respeto a mis vecinas, absortas en sus rezos. Un
gesto en silencio de mi madre sirvió para regañarme y meterme
prisa. La puerta metálica de la ermita estaba repleta de flores,
velas, mariposas y otras ofrendas; me acerqué y dejé los cántaros
de aceite junto a la plasta de cera de las velas. Mis brazos dormidos
lo agradecieron.
Por la parte superior de la puerta
metálica podía verse, con dificultad, el interior de la ermita, a
través de unas pequeñas rejas. Entornando los ojos, se distinguían
varias estampas enmarcadas sobre una mesa. Sus dibujos mostraban a
las almas del purgatorio quemándose y sufriendo en su penitencia,
retorciéndose entre las llamas, con los brazos estirados, anhelando
llegar al cielo. Sobre algunas estampas había marcas amarillas, como
si estuvieran pintadas con los mismos dedos. Había también dibujos
de santas u otros motivos religiosos que poco tenían que ver allí,
pero que el culto ignorante del pueblo había añadido con cierta
aleatoriedad. Mi madre se agarró con una mano a la reja y rezó para
sus adentros. Movía los labios ligeramente al compás de sus
pensamientos, pero no lo suficiente para averiguar que decía. Hacía
poco tiempo que mi padre faltaba en mi casa pero, nos supimos apañar
bien; así que, en aquel momento, no alcazaba a imaginar cual sería
la preocupación que llevó a mi madre a recurrir a aquellos
espíritus vengativos.
Hecha la plegaria, mi madre me agarró
y salimos de allí. Volvimos en silencio, pero a paso más calmado.
Allí se quedó el aceite. Estuvimos a base de caldo, cocinado una y
otra vez hasta hacerlo agua, para poder pagarlo. Las vecinas usarían
una parte para mantener encendidas las mariposas y se quedarían el
resto ¡qué hijas de puta! Ahora que tenía las manos libres,
ninguna mosca se atrevía a darme por saco.
Bajando por el camino de la rambla,
las casas se amontonaban a distintas alturas a uno y a otro lado. Las
calles subían por cuestas, estrechas e irregulares, formando una
maraña de viviendas muy particular donde era fácil esconderse. Nos
cruzamos, a mitad de camino, con la comitiva del muerto por el que
tocaron las campanas; subían la rambla hacia el cementerio y nos
echamos a un lado por respeto. Por fisgonear y enterarnos de quién
se había muerto también. Conforme nos pasaban, íbamos dando el
pésame “lo siento mucho”, “en paz descanse”, “salud pa
sentirlo*”.
Estando mi madre ocupada, me di cuenta
de la altura en la que estábamos y me recorrió una alegría
espontánea el cuerpo. Sin moverme de allí, busqué con la mirada
por las terrazas, las ventanas, los callejones. Por algún lado
aparecería. Sabía que la iba a ver de camino a lavar la ropa, al
mercado o a lo que fuera. Imaginaba la sorpresa que se llevaría al
verme y me inundaba la felicidad. Me sugestioné tanto a mí misma
que casi pego un grito cuando la encontré, con su pelo de cobre y
con su canasto, despistada de camino a su casa. Seguía andando sin
darse cuenta y tuve que chistarle para que no se escapara. Miró sin
esperárselo y, cuando me vio, se puso roja y se llevó la mano al
pecho. Yo la saludé con normalidad, disimulando, como siempre:
-Buenas tardes, Isabelita – traté
de mantenerme serie, aún seguía el muerto pasando a nuestro lado.
-Buenas tardes – casi no le salían
las palabras. Cada vez se ponía más colorada y tenía la cara
invadida por una sonrisa.- En paz descanse – dijo también al ver
al muerto.
-Vamos a recogernos a la casa. Vaya
usted con Dios – Se me terminó escapando un poco la risa.
Me quedé mirando como seguía su
camino. Ella se volvía a cada momento, mirándome feliz, mientras se
perdía entre los callejones. Al volver la vista al frente, vi como
la comitiva del muerto se marchaba camino al cementerio. Terminé de
girar la cara y, sin previo aviso, una bofetada me borró la sonrisa.
-¿Qué he hecho yo, María del
Carmen? ¿Qué he hecho yo? - me quedé blanca y en silencio. “¿Tan
irrespetuosa he sido con el muerto” pensé. Mi madre temblaba de la
rabia y se le estaban saltando las lágrimas - ¿Qué he hecho yo,
Señor mío, para que me hayas dado a una hija que no es mujer ni lo
quiere ser?
*Descoyunturar: dislocar
II
Los tratos con las ánimas no son
justos.
No revelo nada nuevo si os digo que
siempre fuimos pobres. Siempre fuimos pobres, pero nunca nos faltó
para unas bauchas*. Quizás me dejaron corretear de niña estos
caminos descalza, pero nunca por necesidad. Aquello no resultaba tan
doloroso como humillante.
Desde pequeña siempre me había
encantado la fiesta de San Marcos. Los tambores, la algarabía...
todos los años esperaba ansiosa a que llegara esta fiesta para
corretear detrás del santo, ver a mis padres alegres, beber vino a
escondidas... nunca me imaginé que un día estaría siguiendo la
procesión descalza, pisoteada, bajo la vigilancia de mi madre, quien
compartía penitencia conmigo, pero con más gusto que yo, desde
luego.
Los chiquillos corrían a los lados
del camino con sus caballicos de madera, la gente se arremolinaba en
torno al santo y algunos, los más pudientes, se estiraban como
podían para colgarle cosas al santo, hasta saquillos con dinero. Los
jóvenes de mi edad se juntaban en corrillos y se apartaban de la
procesión aprovechando el tumulto. “¡Que no se te haga de noche y
te vayan a salir las ánimas por el camino!” gritaba una madre
comprensiva, pero preocupada, al pillar a su hijo que se marchaba con
sus amigos. Quería estar ahí, quería reírme como siempre y no
estar formando parte de este humillante pacto de magia negra en el
que me había metido mi madre. Ya me daban igual las piedras del
camino, los exaltados que me pisaban tratando de acercarse al santo
como locos, solo quería irme, irme y llorar. Y llorar fue lo que
hice.
Nos paramos tras una encrucijada
perfecta que formaba la Rambla de la Cruces. Los labradores
aprovecharon para lanzar sus “¡viva San Marcos!” con mayor
potencia, frecuencia y desafino, junto a otras loas. Estando quietas
no sabía hacia dónde mirar; alzaba la cabeza para que no me cayeran
las lágrimas, hasta que los ojos se me inundaban; entonces, miraba a
otro lado para que mis lágrimas cayeran y volver a empezar el
proceso. Lo importante era no cruzar la mirada con nadie, sobre todo
con mi madre.
-¡Buenos días, doña Carmen! - Una
voz de hombre se dirigió a mi madre.
-¡Ay mi niño, que no te he conocido!
Aquí estoy, con mi hija. - respondió en un tono alegre impropio de
ella.
-Ya la veo ¡tan guapa como la madre!
- incliné la mirada con lentitud hacia él, sin dejar de caer del
todo la cabeza; a la vez, sin pensarlo, el labio superior se me
contrajo, dejando ver parte de mis dientes. El muchacho me sonreía
con los ojos entornados y los carrillos colorados; la peste a vino ya
me la imaginé yo.
-Pues soltera la tengo, ya lo sabes-
bastaron esas palabras para que volviera a apartar la mirada. No
quería escuchar ni una palabra de aquella conversación que me
producía dolor de barriga.
La procesión arrancó de nuevo,
entrando en su tramo final, camino a la iglesia. Buscaba un
entretenimiento fijándome en los niños comiendo roscos y los
labradores borrachos descamisados. Mucha gente esperaba al santo en
la esquina de la calle de la iglesia, subidos en las tapias,
encaramados en la muralla... Detrás de un carromato, entre la
muchedumbre, vi su pelo cobrizo, su larga y lacia melena. Era ella.
Casi me pongo a llorar de nuevo de los nervios. No la veía desde
hacía 8 meses, cuando bajaba de las ánimas. El mundo se desvaneció
para mí. Se apoderó de mí la ansiedad y un terrible deseo de salir
corriendo. Aguanté como pude, respirando hondo, ajena a todo lo que
pasaba a mi al rededor. El santo se metió en la iglesia y ella cogió
el camino hacia la Rambla de las Cruces, la perdí de vista. Volví
en ese momento a la realidad, escuché de nuevo la algarabía y miré
a mi al rededor. El maromo con el que hablaba mi madre ya no estaba.
-Madre, ya se ha recogido San Marcos.
¿Puedo ir a la fuente a lavarme los pies? - mi madre dudó,
mostrándome su mejor cara de asco. Sin embargo, tras haber aguantado
toda la procesión sin rechistar, pareció haber recuperado algo de
confianza en mí y me dio permiso con un “¡venga, vete! Tira pa la
casa después derecha”
Me di la vuelta y me abrí paso entre
la gente, tratando de mantener la calma para que mi madre no
sospechara. Cuando salí de entre el gentío, las piernas me iban a
ritmos distintos de las ansias que tenía. No eché a correr hasta
que calculé que mi madre ya no me vería. Subí la rambla hacia la
fuente imaginándome todas las situaciones posibles. Me daba miedo
que se me escapara, me daba miedo encontrármela. Ninguno de los
rápidos supuestos que planteé en mi cabeza sirvieron, ya que los
olvidé todos cuando la vi pasar, junto a su familia, a la altura de
la mentada fuente. Me frené, no sé si por miedo de que me viera la
familia o miedo de afrontar la situación. Se le encogieron todos los
músculos de la cara cuando me vio y casi se tropieza sola. Recuperó
rápido la compostura, avisó a los suyos de que se iba a parar en la
fuente y que luego iría a la casa. No me acerqué hasta que no se
perdió su familia entre la maraña de casas.
-¿No dices na? - Siempre había sido
yo la más echailla palante. Que
empezara ella la conversación, y lo hiciera de esa forma tan seca,
me intimidó.
-Es que no sé si tu familia sabe lo
mismo que mi madre.
-No son tan avispaos. Sigo siendo su
niña y no se preocupan porque no quiera novios. Y tampoco son tan
malos como tu madre.
Asentí con la cabeza, sin mirarla a
los ojos. Pensé en como continuar, pero el silencio se hizo
demasiado largo y volvió a arrancar ella:
-¿La manda? - me señaló los pies
descalzos. – Normalmente se va a una romería a otro pueblo, a Río
Chico o algo. Nunca lo había visto aquí, hasta pa eso es mala tu
madre.
-Es que mi padre era muy devoto de San
Marcos.
-Ya.
Hasta el bullicio de la fiesta se
había callado. Estaba siendo muy difícil; las dos teníamos la
manos prietas y nos hablábamos a casi dos metros. Pero yo sabía
que, aunque tratara de parecer más dispuesta que yo, nos sentíamos
igual. Tenía miedo, tenía mucho miedo de no saber romper la barrera
que nos habíamos puesto, aún sabiendo que ninguna era culpable. A
la mierda, pensé:
-Te echo de menos, prenda.
-Pues ya lo sé ¿Y qué te digo yo?
-No sé. Cualquier cosa que no sea un
navajazo en el pecho.
-Mari Carmen, que no hemos hecho nada
por vernos en este tiempo. ¿Qué te esperabas?
-Isabelita, por Dios, que en verdad te
lo digo, que me mata mi madre.
-¿Y es que no lo sabíamos, María
del Carmen? ¡Me cago en Dios y en to los santos! Que hace ocho meses
que te vi bajando de las ánimas y no nos hemos vuelto ni a cruzar.
Vamos a hacernos a la idea ya.
-Prenda mía, que me muero pensando en
ti. Que te quiero.
-¿Y es que yo no te quiero? ¿Es que
no me muero yo de la pena también? ¡Que tu madre nos ha pillao,
Mari Carmen!¡Que le está pidiendo a las ánimas un novio pa ti! ¡Te
va a casar en cuatro días con el primero que pregunte! Mucho es que
no ha ido a contarle nada a la mía.
-¡Isabel, ya lo sé! Pero no me
trates como si tuviera yo la culpa.
Noté como sus ojos se estremecían.
Su rostro pedía ayuda y su cuerpo se hizo débil. Comprendí su
actitud y supe con certeza que su deseo era el mismo que el mío, y
el miedo también. La debilidad que vi en ella se sumó a la mía. Mi
mente se fue un segundo a acariciarla, a un sitio y un tiempo donde
podíamos acercarnos sin temor. Mis dedos se frotaban solos entre
ellos, tratando de hacer real aquel pensamiento. Las campanas de la
iglesia, sonando lenta y solemnemente, me la arrebataron de mis
brazos.
-¡Qué pena morirse en San Marcos! -
me dijo, con la voz carrasposa.
-Que pena morirse estando viva.
- Vámonos – Esa solitaria palabra
chasqueó en mi cabeza como un látigo. Me espabiló y miré al
frente con los ojos bien abiertos. Mi respuesta era sí, sí, sí y
mil veces sí, pero me había descolocado completamente y mi boca no
respondía a mis deseos. Se me había olvidado hablar, casi me caigo
al suelo.
Isabel se dio la vuelta. Aún no me
había recompuesto de su proposición y no entendía este nuevo giro
en el guion. ¿Se había arrepentido de golpe? Me esforcé en
recuperar el control de mi cuerpo; las palabras aún no me salían,
pero tragué saliva y me vi capaz de pronunciar un “¿a dónde
vas?”. Alcé mi brazo para acompañar a la frase, mas no pude; no
por el descontrol de mi cuerpo, sino porque una mano fuerte me agarró
por detrás.
-¡Mari Carmen! Que me había dicho tu
madre que estabas por aquí. Vente, que están repartiendo migas en
la plaza.
Era el maromo con el que estuvo
hablando mi madre. Me espabilé de golpe, tiré del brazo y me zafé
de él
-¡No, no, déjame! Tengo los pies
reventaicos y quiero na más que tumbarme. Que te invite mi madre
otro día a migas – lo sorteé por su derecha, en la dirección
contraria a la de Isabel. El movimiento fue automático. Eché para
adelante deprisa, mirando de reojillo, pero sin darme la vuelta,
tratando de ver hacia dónde iba Isabel.
-¡Venga, que es San Marcos! ¡Y te lo
tienes merecío, mujer! ¡Vamos a disfrutar una poquita! - cuando vi
que había suficiente espacio entre los dos volví a mirar hacia
atrás. Ya no estaba, no la veía por ninguna parte. El capullo este
seguía hablando. No lo estaba escuchando, pero me ponía nerviosa.
-¡De verdad, de verdad! Que estoy
cansada y no estoy para el follón que habrá allí – giré hacia
la derecha, subiendo una cuesta hacia mi casa. No mantenía la vista
quieta en ningún punto buscando a Isabel, controlando al maromo,
mirando mi camino. De tanto que quería abarcar, no veía nada; por
eso no se decir en que momento vi pasar a mi madre detrás del tipo
este, subiendo la rambla en la misma dirección que lo hizo Isabel.
Subía con la misma decisión que lo hizo el día que fuimos a las
ánimas.
-¡Venga, Mari Carmen!
-¡Que me dejes! ¡Que me dejes en
paz!
Subí
la cuesta con la intención de perderme entre las casas y dar la
vuelta. En la primera esquina que doblé, eché a correr como loca.
No sabía si el maromo me seguía. No sabía por qué esquinas doblar
ni sabía hacia dónde me dirigía exactamente; eran decisiones que
se me hacían mundos pero tenía que tomar sin pensarlas.
Me
encaminé hacia la puerta de su casa. Se me salían los pulmones por
la boca cuando llegué. Al acercarme a su ventana traté de controlar
la respiración para no llamar la atención. Escuché a su padre, a
su madre, a los hermanos... pero ella no estaba allí. Me puse
encendida de nuevo y subí como las liebres, paralela a la rambla,
asomándome en cada callejón a ver si la veía. Casi me da un
infarto cuando vi a mi madre subir desde la rambla por la calle a la
que me asomé. Me escondí hasta que pasó de largo, agarrándose la
pechera y con aún más ardiles** que antes. Cuando desapareció de mi
vista, cogí el camino que había dejado ella, cerca ya de las
ánimas.
No
llegué a la rambla. El mundo entero se me cayó en lo alto y me tiró
al suelo. Cien mil puñales me atravesaron el corazón y el cuerpo se
me deshizo. Me vino el llanto y el vómito a la vez, como un torrente
de fuego por dentro, pero ni eso pude hacer, se ahogaron en un grito
sordo que me asfixiaba. El cuerpo entero se me había cerrado y dejé
de ser consciente de mi ser. En mitad de la rambla, tirada en el
suelo bocabajo, yacía con la cabeza abierta la única persona a la
que he amado. Su pelo cobrizo ensangrentado, como la piedra que había
a su lado.
Al final pude vomitar. Vomitar y
llorar. Respirar aún no. Una mano fuerte me agarró del brazo, me
levantó y se me llevó. Los tratos con las ánimas no son justos,
pero cumplen.
*Bauchas: babuchas, calzado de origen árabe
**Ardiles, con ardiles: rápido, con agilidad.
III
Silencio.
Silencio era todo lo que había. Silencio y frío. Un frío húmedo
que se te metía en los huesos. Me daba igual. Las estrellas
brillaban amenazantes en la noche, extrañas, sobre el techo de un
decorado que parecía derrumbarse. Con la mirada al frente y el
cuerpo mustio, como si me hubieran cuajado sangre de las venas,
esperaba en aquel cruce cualquier cosa que bajara por la rambla. Pero
todavía no era hora.
Sin
hacer ruido, me vi emboscada por una niebla que inundó toda la
calle. Me aisló sin darme cuenta y me arrancó del mundo, aún bajo
la amenaza del cielo. No había vida donde me llevaron y yo estaba
muerta ya. No había otra cosa allí más que las cadenas, que ya
tintineaban a lo lejos. Era difícil de saber, pues allí no había
tiempo, pero todavía no era hora.
Las
olas neblinosas trajeron un olor a incienso y a carne quemada. Entre
la bruma, borrosos candiles asomaron en lo alto de la rambla, o
abriéndose paso entre las estrellas y planetas, no estoy segura.
Pronunciaban mi nombre, una voz que sembró en mis adentros asco,
tentación, ira, curiosidad; una amalgama que se tradujo en un andar
parsimonioso. Agarrándome las faldas, di un paso al frente. Me
llamaban. Pero todavía no era hora.
-¿Hija
mía, otra vez aquí? - mi madre. La niebla se hizo menos densa de
golpe. Me acarició la cara con dulzura. La sangre cuajada de mis
venas de hizo fuego ¡qué asco me dio! – Tú no estás pa esto,
vida mía. ¡Que nos vas a dar un disgusto! – con delicadeza, su
mano bajó de mi cara hasta mi barriga, que ya estaba enorme. Me tapó
con una toca, me echó la mano al hombro y fuimos poquito a poco.
¡Qué
contenta estaba ahora con su niña! Aunque su niña ahora fuera una
loca que se escapaba por las noches, mustia y taciturna, ella estaba
contenta así. ¡Le daba igual! ¡Les daba igual lo que habían hecho
conmigo! Les daba igual porque ya estaba casada y preñada, como
tenía que ser. Como mucho, sentían lástima de que estuviera malica
de los nervios. ¡Angelica! Ahora sí tenía motivos para cuidar de
su hija, de la que estaba tan orgullosa.
Llegamos
a la casa y, como si fuera de porcelana, me ayudó a cruzar el
umbral, hablándome como si fuera tonta. Estaba la puerta abierta
todavía cuando las campanas de la iglesia daban la hora. Una dos,
tres... Mientras mi madre tiraba de mi, dejé caer la cabeza hacia
atrás, contando las campanadas. Cuatro, cinco, seis... Una vez
dentro, mi madre me dio un beso, que se me hizo un navajazo en la
cara. Siete, ocho, nueve... Me llevó hasta la silla y fue a cerrar
la puerta. Diez, once, doce. El portazo que dio acalló el lamentó
que venía de la calle.
A
la mañana siguiente permanecí horas despierta en la cama, sin
intención alguna de vivir o desarrollar cualquier actividad, como
cada día. Dormía en un
altillo junto a ese tipo que era mi marido. Se levantaba con el gallo
y se iba a la labranza. Mi madre, satisfecha de tener a la hija
casada y preñada, se ocupaba de mis obligaciones
de mujer.
A él no le importaba; mientras tuviera un plato de comida en la
mesa, le daba igual quién se lo preparara. La
única que se quejaba era la criatura que llevaba dentro. Se retorcía
exigiendo alimento y algo de apego a la vida por mi parte; yo solo
miraba al techo, sin importarme el trascurso del tiempo, imaginando
que se desplomaba y nos llevaba a todos por delante.
La luz de la mañana rompió
mi mortuoria paz.
-¡Venga, niña! - Estaba
tan absorta que no escuché a mi madre ni subir la escalera, ni andar
delante mía, ni abrir la ventana. Dormía en la parte baja, junto a
los fogones, porque ya estaba muy mayor para andar subiendo y bajando
escaleras; pero se plantaba en el altillo con muchos ardiles cada vez
que le daba la gana, y sin quejarse; mientras que yo me iba dando con
la panza en cada peldaño y me pesaba el crío como un muerto (y, de
algún modo, así lo era).
Con insistencia y una
irritable alegría, me obligó a salir de la cama y a alistarme con
bulla. Se le había antojado que hoy era un día para dar gracias y,
sin poder digerirlo, más de un año después, me vi de nuevo frente
a la ermita de la ánimas, para agradecer todo lo que habían hecho
por nosotras. Para agradecer que había perdido todo el control sobre
mi persona, que el amor de mi vida yacía en un nicho con la cabeza
partida, que un hombre al que repudiaba me había violado, preñándome
de una criatura a la que no tenía forma alguna de querer y que
habíamos pasado hambre para poder llenar los puñeteros cántaros de
aceite. La gratitud de mi madre era ofensiva; tan seria y enfadada la
primera vez que vinimos y tan contenta ahora, porque su hija ya era
una mujer, aunque fuera un despojo. Estaba contenta y agradecida
porque yo estaba destruida ¡ese había sido su deseo! No podía
sentir más que odio por semejante bicha. De haber tenido capacidad
alguna de hacer algo, le hubiera escupido en la cara allí mismo. ¡Me
hubiera sacado la maldición de mi vientre con mis manos y se lo
hubiera dado ensangrentado! “Si esto es lo que querían, ¡que se
lo quedaran!” pensé, mientras lo que llevaba dentro parecía
protestar. “Ánimas benditas, una manda debería echar ¿pero qué
os pido yo? Porque la penitencia ya la llevo hecha, y no sé si
tendréis que ver algo ¡Llevaos lo que habéis traído y devolvedme
lo que os habéis llevado! ¡Qué pena más grande, Dios mío! ¡Qué
pena más grande desde que me trajeron aquí!” seguía cavilando
con odio, haciendo que la impotencia se adueñara de mi inerme
cuerpo.
Las moscas del lugar me
asediaron la cara con violencia y, una vez más, no tenía medios
para espantarlas, aunque esta vez tuviera las manos libres. Eso tan
simple alimentó sobremanera mi frustración y, como todos los días
de mi vida desde hacía ya más de un año, lloré. Lloré porque aún
no sabía de otra herramienta para defenderme.
Esa noche me volví a
levantar, sin pensarlo, sin intención, sin objetivo claro. Al
ponerme de pie me di cuenta de que el tipo que me preñó y solía
dormir conmigo no había vuelto. No era la primera vez que se quedaba
hartándose de vino y se quedaba dormido entre los bancales, para
aparecer borracho en mitad de la noche. Bajé despacio, evitando que
los crujidos de la escalera montaran gran escándalo. Abajo, mi madre
dormía con la boca abierta y el labio inferior metido para adentro,
como si le desapareciera la quijada al conciliar el sueño. No
tardaría más de diez minutos en darse cuenta de que me había ido y
vendría a buscarme. Esa era nuestra rutina casi diaria.
Al salir a la calle vi
venir a lo lejos a un borracho dando tumbos, con la azada al hombro,
el mancaje en la otra mano y el resto de aperos colgando de la
cintura amarrados a una guita. Se paró confuso cuando estaba cerca,
entornando los ojos y concentrándose para verme bien.
-¡Ay, mi criaturica! ¡Que
ha salido a recibir a su padre! - el borracho, ese hombre al que
llamaban mi marido, se lanzó de inmediato a agarrarme la barriga,
trastabillando y dejando caer la azada al suelo. Con la mano que dejó
libre continuó apretándome la panza, mientras balbuceaba cosas
intranscribibles con el habitual tono para tontos que se les pone a
los bebés.
Calló de golpe y, tras
pensarlo un poco, arrastró su mano desde mi barriga hasta uno de mis
pechos, dándome un pellizco rápido que hizo que me apartara de un
sobresalto y me encogiera.
-¿Y la madre? ¿No se
alegra de verme? - Se rio de una forma muy fea. Tenía los ojos
medio cerrados y le costaba trabajo mantener los dos mirando al mismo
sitio -¿Qué pasa? ¡A ver si no te va a poder tocar tu marido? -
alargó la mano para tocarme la barbilla, volví a encogerme -¡Cucha!
¡Ni que te diera asco! ¿Me vas a tener también a palo seco después
de parir? Que yo no quiero tener que estar de putas teniendo una
mujer ¡que son muy caras! - Se rio de manera aún más asquerosa,
dejando hilitos de saliva densa y blanca entre los labios. Se quedó
callado con ese gesto, esforzándose en respirar con ritmo y orden –
Si fuera la bollera esa sí que dejabas que te tocara ¿a que sí?
Los cien mil viejos puñales
de una tarde de San Marcos me atravesaron de dentro a fuera y de mis
venas brotó fuego. Un fuego que me rescató de mi estupor. Abrí los
ojos como hacía más de un año que no podía y quise rajarle el
cuello con la mirada.
-¿Es que no soy hombre
bastante como pa que te olvides? ¿Qué clase de macho necesitas?
¡Dímelo, que yo no sé! - Bajé la mirada un segundo para controlar
el fuego. Entre los aperos llevaba un hoz -¡A ver si te crees que
ella no estará catando buenas pollas en el infierno!
Eché mano a la guita como
un reflejo. No reaccionó. De un movimiento le arranqué la hoz, del
segundo se la clavé en el costado. Se quedó como tonto, yo también.
Durante un largo segundo no sucedió nada. Cuando asimiló lo
ocurrido, engurruñó la frente y me pegó en la cara con el mancaje
que tenía en la mano. No sentí otra cosa que el fuego que me corría
las venas avivándose. Le saqué la hoz del costado y le rajé el
cuello, ahora sí. Dio un pasó hacia atrás, se tropezó consigo
mismo y cayó al suelo, sangrando a chorros. Salté sobre él y, con
tranquilidad, me aseguré de que no se levantara. Continué mi
camino.
Mis pies me llevaron a la
misma encrucijada de siempre, con la mirada puesta en lo alto de la
rambla. El fuego de mis venas se apaciguó, incluso llegué a sentir
cierta paz. Estaba preparada para esperar una vez más.
Silencio. Silencio y un
frío húmedo que me calaba los huesos. En el cielo negro, estrellas
del mismo color, extrañas, amenazantes. Pero todavía no era hora.
-¡Malnacida! ¡Loca! ¿Qué
has hecho, loca?
Una ola neblinosa me trajo
olor a incienso y a carne quemada. Las
cadenas ya tintineaban a lo lejos. Pero todavía no era hora.
-¡Tú
no eres hija mía! - El tortazo más grande que había recibido nunca
me tiró al suelo - ¡Loca invertida! ¿Qué has hecho? ¿Qué has
hecho?
Mi
madre me torteaba mientras estaba en el suelo. Me di cuenta de que me
estaba manchando con la misma sangre que cubría mis manos. Empecé a
reír.
-¡Loca,
loca, estás loca! ¡He parido a una loca asesina!
-Asesina
como tú.
Me
agarró por los pelos y me golpeó la cabeza contra el suelo. No hice
por defenderme y me importó bien poco. En cierto modo, me sentía
bien. Mi reacción enfadó aún más a mi madre que me zarandeó la
cabeza con ira.
-¡Yo
seré una asesina, pero tú eres una bollera!
-¡Sí,
lo soy! - la pequeña paz que me rondó momentos antes se hizo plena.
Le agarré los brazos y hablé más consciente que nunca – Has
parido a una bollera loca, vieja pelleja. Pero a mí me ha parido una
criminala que... - no pude terminar la frase. Se me torció la
expresión del dolor. Sentí como me desgarraba por dentro la
criatura de mis entrañas.
Una
campanada poderosa sonorizó el momento. La ira de mi madre se hizo
ilusión sin transición alguna. Todos los crímenes mencionados
dejaron de importar.
-¡Mi
nieto! ¡Benditas sean las ánimas! - Una mosca trató de interrumpir
el éxtasis de mi madre, pero la apartó de un rápido manotazo. Sonó
la segunda campanada.
El
cielo negro tras mi madre se iluminó de candiles. Otra mosca volvió
a incordiarla cuando me abrió las piernas para recibir a la
criatura; esta vez tuvo que esforzarse más para espantarla. Tres. Me
tocó, me metió los dedos, yo no podía hacer nada a causa del
dolor. Era como si el firmamento entero saliera de mis entrañas.
Cuatro. Igual de doloroso era el chiquillo saliendo que las
instrucciones de mi madre, pidiéndome que empujara, con una sonrisa
en la boca. Cinco.
La
intensidad y alegría de mi madre se fue tan rápido como vino.
Apartó sus manos de mí y el horror se empezó a dibujar en su
rostro. Seis. Una nueva mosca le revoloteó la cara. Y otra más. Y
otra. Y otra, hasta que fueron decenas. Su mente quebrada estaba más
preocupada por otros asuntos y ya no hizo nada por espantarlas.
Hicieron una máscara sobre su rostro horrorizado, entrando sin
oposición por sus orificios. Siete..
El
chasquido de los flagelos dirigió mi vista hacia la luz de los
candiles. No eran candiles en las sombras, sino cirios que portaban
los penitentes de una silenciosa y solemne procesión. Se tambaleaban
con lentitud, dejando que la cera cayera sobre sus huesudas manos, en
sus huesos pies engrilletados y en sus túnicas negras, bordadas de
amarillo, formando extraños símbolos. Ocho. Entre los penitentes
marchaban los flagelantes a los que escuché, con una sonrisa perenne
e inexpresiva y miradas de cuencas vacías; sus torsos estaban
desnudos y, de sus laceradas y marchitas pieles, colgaban cadenas que
arrastraban como andrajos. Nueve. En el centro de la procesión, un
muerto, con su mortaja blanca, iba sentado en una caja que cargaban
seis costaleros sobre sus hombros; llevaba los brazos abiertos en
cruz, mostrando las palmas y estaba coronado con una corona en llamas
anclada con clavos en su cráneo. Diez.
Dos
penitentes se adelantaron y agarraron a mi madre, cubierta de moscas
y con la mente extraviada. La hicieron desaparecer entre la
procesión. Once. Ante mí se postró otro procesionario, con el
rostro tapado. Me hundió las manos en mis adentros, frías, como si
fueran el mismo invierno. Con suma facilidad, sin dolor, arrancó al
chiquillo de mi vientre y lo tomó entre sus raquíticos brazos,
envuelto entre moscas, cubierto de sangre, sin llanto. Mi cuerpo no
sintió más dolor, mi alma no tuvo más pena. Doce.
La procesión marchó en
silencio, con el leve murmullo de los maderos y cadenas arrastrándose
suavemente, las espaldas fustigadas y los pasos huesudos. Aquella que
se llevó a la criatura volvió a la procesión, quedándose la
última. Un soplo de viento le arrancó el velo de la cabeza, dejando
ver su melena de cobre y sangre.
Manolo Peña Fernánez