viernes, 23 de abril de 2021

Pagarás al Rey, servirás a Dios

 

     Un dolor punzante me atraviesa el corazón conforme abro los ojos, entumecido en el suelo y desarmado. “¿Dios mío, dónde estoy?” me repito inmediatamente, una y otra vez hasta que empieza a dolerme la cabeza.

    Frente a mí, un inmenso lago trata de esconderse bajo un manto de niebla que emana de su superficie. Tras el horizonte, dos soles blancos, un blanco perverso más oscuro que el mismo negro, se hunden bajo sus aguas, dejando atrás un cielo amarillo, como de un atardecer mortecino. “¿¡Dios mío, dónde estoy!?”

    Le pido a mi cuerpo un esfuerzo para ponerse en pie. Siento de nuevo como me atraviesan el corazón. ¡Malditos infieles! ¿Qué clase de brujería es esta? No puedo permitirme caer aquí, he de darles caza. Me revuelvo, pongo las manos sobre el suelo para hacer impulso. Los dedos se me hunden en la fina tierra, tierra amarilla. ¿Es azufre sobre lo que me hallo? ¿Es acaso esto el infierno? ¡No! ¡Supercherías baratas! Esos moros, por malignos que fueren, no serían capaces de semejante hechicería. El suelo es de un color más apagado, polvo de color ocre ¡esto no es azufre ni es suelo del infierno!

    Mi fuerza y mi fe consiguen ponerme en pie. Al levantarme, una guerra resuena en mi cabeza y me mareo. Miro al suelo tratando de controlarme, agarrándome las sienes. Veo como la niebla me baña los pies al llegar a la orilla, como olas que se mecen suavemente; es sutil a mi alrededor, mas su manto alargado se hace denso e impenetrable en la lejanía.

    El resplandor de un relámpago me advierte a mi espalda. Al girar, se revela ante mí un espanto que pone a prueba mi valentía. Los nervios agitan mi imaginación sugestionada, tratando de darle forma al horror colosal que se eleva ante mí. Finalmente comprendo que no se trata de un monstruo, por horrible que sea, sino de un burgo tétrico que asoma allá a lo lejos, donde la niebla parece pared inquebrantable. No es ciudad mora ni cristiana, ni por construcción ni por tamaño; pareciera construida por los titanes de los primeros días, pero dudo que hubiera alguno de ellos tan malvado para imaginar esta urbe.

    Desoigo las advertencias de mi sensatez y pongo rumbo a la ciudad de la bruma. Durante el camino, a mi siniestra, los soles terminan de caer, dando paso a una noche que nunca deseé conocer, dejando su lugar en el firmamento a extrañas estrellas negras. El amarillo del cielo sigue inmutable, ignorando día y noche.

    ¡Maldito niño, cómo me dejé engañar! ¿Con qué cara rendiré cuentas ante el rey? ¿Con qué cara lo haré ante Dios? ¡Perdóname, Señor, pues no te he servido bien! Tu favor estaba conmigo y tu justicia en mi espada. Y, aún así, fallé. Los infieles habían caído por docenas, Señor, estaba llevando tu gloria a la casa de tus enemigos, hasta que ese vástago del demonio me engañó. Debí matarlo sin vacilaciones. Me dejé llevar por una falsa misericordia. Mis ojos humanos, imperfectos, vieron a un chiquillo indefenso, en lugar de a un diablillo enemigo de la fe ¡Como si no supiera ya que los moros llevan el mal en la sangre! Me dejé llevar por senderos desconocidos, anduve tras él largo tiempo; pude alcanzarlo en cualquier momento antes de que atravesara la boca abierta en el cañaveral, mas dudé, Señor, dudé.

    Lamentábame por mis acciones y el tiempo desapareció, abandonándome por el camino. Mientras mi mente perseguía de nuevo al chiquillo hasta el agujero en el cañaveral, mis pies llegaron a las puertas derruidas de la ciudad. Que me perdone Dios si me equivoco, pero creo que no hay catedral en nuestro mundo tan alta como las construcciones de esta decrépita urbe. Mi vista solo abarca torres y más torres, que emergen de la niebla y rasgan los cielos amarillos. Torres de paredes lisas, como de una sola pieza, de color negro, un negro triste que no llega a negro; pequeñas ventanas mugrientas, sin ornamentación ninguna, se disponen a lo largo y ancho de las fachadas hasta los puntiagudos y afilados chapiteles, que ensartan cúpulas acebolladas y se ramifican como garras abiertas.

    Me adentro en el burgo, temerario, insensato, dispuesto a perderme por sus calles desconocidas. No hay un vivo aquí, más que polvo, escombro y amasijos de hierro. Cuelgan correas negras entre las torres, que se agrupan entorno a mí como gigantes centinelas de miles de ojos, privando de luz a los lugares por donde paso. Observan como avanzo sin rumbo. Sus cabezas oscuras, irregulares y cornudas, se arremolinan estrechando el cielo ¡son niños jugando con un bicho, esperando a ver qué hace antes de espachurrarlo! Su visión me hace sentir insignificante, mas no es suficiente para frenar mi paso.

    Un terrible e inesperado estruendo, un porrazo sobre el metal, es lo primero que rompe la mortuoria calma. Un hombre ha caído sobre los amasijos de hierro. Lo han debido de arrojar desde lo alto de una de las torres, pero no hay sangre, ni entrañas desparramadas. No alcanzo a ver ningún rasgo en él, ni vestimenta ni desnudez. No es blanco ni negro ni amarillo, solo un hombre que ha caído. Me acerco cauteloso, escudriñando el cuerpo, hasta que un chirrido agónico me para en seco y redirige mi vista hasta lo alto de las torres. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué criatura es la es que estoy viendo? Pareciera un buitre por la envergadura de sus alas desplegadas. Eleva el vuelo hasta posarse sobre las cuerdas que conectan las torres junto a 3 más de sus especie. ¿Son acaso las crías famélicas de una sierpe? ¡No! Sus cuerpos, con una vaga y macabra reminiscencia humana, son los de engendros frutos de la hechicería; su cruel diseño tiene que ser embeleco del maligno. ¡Bajad! ¡Bajad y os daré muerte!

    Para mi interminable asombro, el cuerpo arrojado por las bestias se pone en pie y echa a andar entre las oscuras calles que forman las torres. No parezco importarle a las bestias, que ni siquiera me miran desde su refugio en las alturas, así que decido ir tras el cuerpo andante. ¿A dónde vas, alma en pena? Penetro entre la maraña de piedra. Dobla las esquinas con seguridad, consciente de su destino; yo, que no soy capaz de distinguir el suelo de la pared, me dejo guiar, asumiendo el peor de los destinos.

    Cada vez está más cerca, casi lo alcanzo con los dedos; al doblar la siguiente esquina será mío. Acelero el paso, tuerzo a la izquierda con el brazo ya extendido, esperando darle caza. Al girar vuelvo a ver algo de luz y al muerto enfrente mía. Doy una zancada para atraparlo y, de repente, el muerto cae en picado, como el muñeco de trapo que no está lejos de ser. Lucho contra mi propio cuerpo para no seguir su destino, quedándome al borde del precipicio. El cuerpo inerte cae hacia las oscuras profundidades, golpeándose con los salientes y desapareciendo en la oscuridad. La ciudad se ha hundido en un abismo negro, un agujero abierto en la tierra de, al menos, dos leguas de ancho, rodeado de niebla y torres puntiagudas por todos los puntos cardinales .


    Un camino estrecho, teñido de amarillo, desciende hasta el fondo formando una espiral. Mirando al abismo, el recuerdo de una puerta me azota la mete. ¡El pecho, me arde ahora como hoguera! Recuerdo una casa cochambrosa, a medio encalar, solitaria, al otro lado del cañaveral. El niño al que sigo atraviesa una puerta oscura. Sobre ella, hay pintada una espiral amarilla. Nunca debí atravesarla. Una emboscada barata de mis enemigos, que me ensartan con lanzas nada más atravieso el umbral. Entran por las costillas, cada una por un lado, perforan pulmones y corazón y salen por el otro. No me sorprendo. Solo maldigo mi estupidez y la piedad inmerecida que mostré al hijo del Maligno. Esa pequeña rata está enfrente mía, viendo como me sale la sangre a borbotones por el pecho y la boca. ¡No te asustes ahora, maldito, que me has ganado! Se esconde tras una mujer sentada en una butaca de mimbre, bajo huesos y abalorios que cuelgan del techo. La luz de cuatro velas es lo único que los ilumina. La mujer, que viste una máscara pálida que me mira entre la indiferencia y la lástima, pasa con respeto las páginas de un libro, mientras lee en su pérfida lengua.


    Durante eones he estado bajando por la espiral, penetrando en el oscuro abismo sin comer ni beber ni sentir la necesidad de ello, y por fin he alcanzado el centro. Una puerta metálica corroída me espera solitaria, en silencio. Al encaminarme hacia ella, se abre por su propia voluntad, revelando sus entrañas.

    Durante la eternidad que he caminado por lo desconocido, nada ha frenado mis pasos. Hasta ahora. He hallado al cuerpo sin vida que perseguí por la ciudad hace mucho tiempo, sí, pero acompañado por millares de millones como él. Legiones de cuerpos errantes formando en un páramo de hierro. En sus rostros vacíos se ve la inmensidad del firmamento y, a pesar de haberlos por millones, me invade una dolorosa soledad.

    Este debe de ser el lugar más cruel de todo el Universo. Caen truenos y relámpagos, pero no lo hacen desde el cielo: nacen y mueren en esferas de cristal, ensartadas en mástiles de acero que rodean al ejército sin vida. Llamaradas del tamaño de diez hombres se mecen con violencia, gritos descarnados me hacen temblar, sintiendo un escalofrío que me recorre el espinazo. Provienen de hornos, calderos y viles ingenios donde las almas en pena se abrasan, hacinadas las unas sobre las otras, retorciéndose en la mayor de las calamidades.

    Bajo los pies de los muertos, el suelo se mueve, acercándolos y distribuyéndolos por las distintas calderas. Allí, seres de pesadilla, con cabeza de pájaro y cerdo unos, con el pecho abierto y atravesados por clavos y alambres otros, embutidos en túnicas sucias de extraño material, los toman y los introducen en las ciclópeas máquinas de tortura sin encontrar resistencia alguna. Al ser pasto de las llamas, su cascarón se agrieta y deshace, liberando sus almas, que chillan con terrible dolor mientras sus verdugos toman notas en cuadernos y describen su sufrimiento con detalle. Bandadas de las bestias famélicas que vi en el exterior sobrevuelan la escena del espanto, recogen las almas a la señal de los verdugos y las cuelgan de cadenas que se suspenden sobre los hornos hasta perderse en el cielo negro. ¿Qué pecados habrán cometido para sufrir semejante castigo? ¿Los mismos que yo? Sí, así ha de ser. Desde luego que esa hechicera no pudo conjurarse con el infierno para enviarme allí. No puede ser este otro lugar que el purgatorio. He muerto por el acero y he de cumplir penitencia antes de volver a servir a Dios.

    Mi alma debe de ser expiada, solo así podré cumplir con el Padre. Mas tengo miedo, auténtico pavor, y, antes de que llegue mi turno, con un reflejo aterrorizado, salgo corriendo, arramblando a los incontables muertos que encuentro a mi paso. Atravieso el páramo del horror, huyendo como un cobarde, tapándome los oídos sin mucho resultado. El aceite mezclado con la sangre salpica de las calderas y me cae como una tormenta de verano; las llamas que expían a las almas son tan grandes que me alcanzan en su vaivén y me derriten la piel. Al fin llego hasta a una nueva puerta de oro y hierro oxidado, que también se abre a su voluntad con mi mera presencia. Al cerrarse, todo el sufrimiento queda silenciado al otro lado, como si no existiera, como si hubiera un mundo entre nosotros. Subo por unas estrechas escaleras aguanosas, sin dejar de mirar atrás a cada instante. Me da más miedo si cabe que hayan omitido mi huida y hordas de guardianes del purgatorio, y hasta la mismísima Virgen del Carmen, no vengan para apresarme.

    A lado y lado de las escaleras parpadean pequeñas luces de colores. Sobre las paredes de la gruta, entre las lucecitas, cuelgan planchas de vidrio. Tras un murmullo, un resplandor ilumina una de ellas. Veo algo que no puede estar allí. Parece una ventana a otro mundo pero, tras el vidrio, solo hay roca. Un ser que no alcanzo a describir muere a manos de otro de su misma especie. El cristal de al lado también se ilumina, mostrando a un anciano falleciendo en su lecho; en el siguiente, veo morir por centenares a soldados de una guerra entre seres alados. Los laterales de la escalera se llenan de ventanas hacia la muerte en todos los mundos. Veo todas las formas de matar y de morir, veo a todos los fallecidos del universo... y a todos ellos se los traga la niebla y los arrastra hasta la orilla de un lago bajo un cielo amarillo. Escucho sus lamentos y maldiciones en todas las lenguas habidas. A pesar de terrible alboroto, las comprendo, siento el dolor infinito, aprendo la lengua de mis enemigos. ¡Pagarás todo el daño que has hecho rindiendo cuentas al rey! dicen. Subo las escaleras, huyendo de las palabras.


    ¡Has matado a mi mama! ¡A mi papa! repetía una y otra vez aquel chiquillo, entre un llanto desconsolado. Acompañado por su agonía he hecho un largo camino, desde que atravesara el cañaveral, hasta que Aldebarán me indicara el camino hacia las Híades y despertara junto al lago. He llegado al final de la escalera, al otro lado me espera un salón abierto de par en par, vacío y decadente, con las paredes manchadas de humedad cayéndose a cachos. Cruzo el umbral y las lanzas me vuelven a atravesar el pecho. Esta vez duelen más que la misma muerte y no puedo evitar caer al suelo, hincar la rodilla. No me atrevo a alzar la cabeza, sé que está aquí. Mirando hacia arriba lo veo en toda su grandeza, sentado en su trono, con su corona de hojalata y sus ropajes amarillos hechos jirones. Bajo ellos, asoma la locura indescriptible. El señor del ingenio de la muerte, el rey innombrable al que serviré por cien eternidades. Es Dios mismo quien está frente a mí. ¡Padre, Padre! ¡He venido para servirte!

    Ya conozco mi paradero y conozco mi destino. Ya tienen sentido las palabras que leyó de aquel libro la hechicera:


Emerge de la niebla cuando los soles se hundan,

camina entre los muertos, busca sus andrajosas ropas.

¡Que el descanso de tu alma sea penitencia y tortura,

que tu sombra vague eterna por las ruinas de Carcosa!


lunes, 15 de marzo de 2021

La manda

El Purgatorio, de Cristobal Rojas.

I


    Recuerdo la mosca pegajosa dando por saco. Se me ponía en la boca, corría hacia la nariz, volaba hasta mis cejas, bajaba por las cuencas junto a las gotas de sudor... Sus patas diminutas correteándome la cara eran una tortura. Trataba de espantarla meneando la cabeza, cada vez con más violencia y hartazgo, pero la muy hija de puta volvía otra vez, sin dar tregua. Llegó un momento en el que ni haciendo eso se iba; tenía que poner la boca de mil maneras extrañas para soplar en su dirección e intentar espantarla. Si hubiera tenido las manos libres, le hubiera dado un palmetazo y me la hubiese quitado de en medio rápido, pero las tenía cargadas con dos cántaros llenos de aceite y no tenía un segundo para pararme.

    Se me iban a descoyunturar* los hombros, parecía una campana dando tumbos; por lo menos estaba equilibrada. Tenía que ser la risión de todo el que me viera, andando a toda prisa pero con pasitos cortos, por un camino lleno de piedras, tratando de alcanzar a mi madre, que corría como una liebre ¡la muy condenada!

    Vestida con su sayo negro por el luto de mi padre, andaba ligero como un chiquillo, usándome a mí de mula. Solo se paró un segundo cuando las campanas de la iglesia tocaron a muerto, preguntándose quién sería y pensando en que tendría la obligación de enterarse y dar el pésame a quién fuera; pero rápidamente retomó la marcha al recordar que su cometido era más importante. Tenía un destino fijo: la ermita de las ánimas benditas a echar una manda, como todas las viejas que no tenían a dónde agarrarse.

    Las ánimas benditas eran las almas del purgatorio. Buscando expiar sus pecados y poner fin a su castigo, eran capaces de conseguir imposibles para aquel que les rezara y pidiera su ayuda. Pero, a cambio, pedían una ofrenda y una penitencia ¡y pobre de quién no cumpliera! Bueno, eso era lo que contaban.

    Todos en este pueblo se encomendaban en algún momento a ellas. Se encendían velas y mariposas en su ermita y en los caminos, levantando altares por ellas; había hasta quién los picaba en la fachada de sus casas. La cuestión es que la devoción y el miedo son una cosa muy parecida. Desde pequeña siempre me habían amenazado con la llegada de las ánimas para que me portara bien. A mí y a todos los niños. Nos decían que podían escuchar nuestros pensamientos y castigarnos si les ofendían; nos asustaban con su eterno entierro, que se aparecía a quienes les daban las doce de la noche en un cruce de caminos para llevarse su alma... A mí, la verdad, siempre me habían parecido unas hijas de puta que tenían amenazado a todo el pueblo.


    Tras un buen rato subiendo por la Rambla de las Cruces, se asomó tras un recodo el arco bajito que daba paso a las ánimas. Mi madre me esperaba junto al muro, impaciente, aunque no llevara ni diez segundos allí. “¡Venga, niña! Que te pesa el culo ¡con lo joven que eres!” me gritaba, pero en voz bajita, sin darme derecho a réplica, ya que me mandó callar en cuanto cruzamos el arco. Una buena sombra cubría el lugar y la temperatura pareció bajar de golpe. Aquel rincón apartado del camino era más húmedo y gris que todo a su alrededor, aunque todo seguía lleno de moscas.

    Aquel lugar siempre me encogía el estómago. Era un velatorio perpetuo en el que siempre había cinco o seis viejas guardando silencio sepulcral. Como si velaran al muerto o como si esperaran a que el sepulturero metiera la caja en el nicho, se congregaban cabizbajas, con la pena dibujada en sus rostros, en torno a una casetilla de piedra en la que no entraba una persona de pie.

    Avanzaba despacio, detrás de mi madre, mirando con respeto a mis vecinas, absortas en sus rezos. Un gesto en silencio de mi madre sirvió para regañarme y meterme prisa. La puerta metálica de la ermita estaba repleta de flores, velas, mariposas y otras ofrendas; me acerqué y dejé los cántaros de aceite junto a la plasta de cera de las velas. Mis brazos dormidos lo agradecieron.

    Por la parte superior de la puerta metálica podía verse, con dificultad, el interior de la ermita, a través de unas pequeñas rejas. Entornando los ojos, se distinguían varias estampas enmarcadas sobre una mesa. Sus dibujos mostraban a las almas del purgatorio quemándose y sufriendo en su penitencia, retorciéndose entre las llamas, con los brazos estirados, anhelando llegar al cielo. Sobre algunas estampas había marcas amarillas, como si estuvieran pintadas con los mismos dedos. Había también dibujos de santas u otros motivos religiosos que poco tenían que ver allí, pero que el culto ignorante del pueblo había añadido con cierta aleatoriedad. Mi madre se agarró con una mano a la reja y rezó para sus adentros. Movía los labios ligeramente al compás de sus pensamientos, pero no lo suficiente para averiguar que decía. Hacía poco tiempo que mi padre faltaba en mi casa pero, nos supimos apañar bien; así que, en aquel momento, no alcazaba a imaginar cual sería la preocupación que llevó a mi madre a recurrir a aquellos espíritus vengativos.


    Hecha la plegaria, mi madre me agarró y salimos de allí. Volvimos en silencio, pero a paso más calmado. Allí se quedó el aceite. Estuvimos a base de caldo, cocinado una y otra vez hasta hacerlo agua, para poder pagarlo. Las vecinas usarían una parte para mantener encendidas las mariposas y se quedarían el resto ¡qué hijas de puta! Ahora que tenía las manos libres, ninguna mosca se atrevía a darme por saco.

    Bajando por el camino de la rambla, las casas se amontonaban a distintas alturas a uno y a otro lado. Las calles subían por cuestas, estrechas e irregulares, formando una maraña de viviendas muy particular donde era fácil esconderse. Nos cruzamos, a mitad de camino, con la comitiva del muerto por el que tocaron las campanas; subían la rambla hacia el cementerio y nos echamos a un lado por respeto. Por fisgonear y enterarnos de quién se había muerto también. Conforme nos pasaban, íbamos dando el pésame “lo siento mucho”, “en paz descanse”, “salud pa sentirlo*”.


    Estando mi madre ocupada, me di cuenta de la altura en la que estábamos y me recorrió una alegría espontánea el cuerpo. Sin moverme de allí, busqué con la mirada por las terrazas, las ventanas, los callejones. Por algún lado aparecería. Sabía que la iba a ver de camino a lavar la ropa, al mercado o a lo que fuera. Imaginaba la sorpresa que se llevaría al verme y me inundaba la felicidad. Me sugestioné tanto a mí misma que casi pego un grito cuando la encontré, con su pelo de cobre y con su canasto, despistada de camino a su casa. Seguía andando sin darse cuenta y tuve que chistarle para que no se escapara. Miró sin esperárselo y, cuando me vio, se puso roja y se llevó la mano al pecho. Yo la saludé con normalidad, disimulando, como siempre:


    -Buenas tardes, Isabelita – traté de mantenerme serie, aún seguía el muerto pasando a nuestro lado.


    -Buenas tardes – casi no le salían las palabras. Cada vez se ponía más colorada y tenía la cara invadida por una sonrisa.- En paz descanse – dijo también al ver al muerto.


    -Vamos a recogernos a la casa. Vaya usted con Dios – Se me terminó escapando un poco la risa.


    Me quedé mirando como seguía su camino. Ella se volvía a cada momento, mirándome feliz, mientras se perdía entre los callejones. Al volver la vista al frente, vi como la comitiva del muerto se marchaba camino al cementerio. Terminé de girar la cara y, sin previo aviso, una bofetada me borró la sonrisa.


    -¿Qué he hecho yo, María del Carmen? ¿Qué he hecho yo? - me quedé blanca y en silencio. “¿Tan irrespetuosa he sido con el muerto” pensé. Mi madre temblaba de la rabia y se le estaban saltando las lágrimas - ¿Qué he hecho yo, Señor mío, para que me hayas dado a una hija que no es mujer ni lo quiere ser?



*Descoyunturar: dislocar



II


Los tratos con las ánimas no son justos.


    No revelo nada nuevo si os digo que siempre fuimos pobres. Siempre fuimos pobres, pero nunca nos faltó para unas bauchas*. Quizás me dejaron corretear de niña estos caminos descalza, pero nunca por necesidad. Aquello no resultaba tan doloroso como humillante.

    Desde pequeña siempre me había encantado la fiesta de San Marcos. Los tambores, la algarabía... todos los años esperaba ansiosa a que llegara esta fiesta para corretear detrás del santo, ver a mis padres alegres, beber vino a escondidas... nunca me imaginé que un día estaría siguiendo la procesión descalza, pisoteada, bajo la vigilancia de mi madre, quien compartía penitencia conmigo, pero con más gusto que yo, desde luego.

    Los chiquillos corrían a los lados del camino con sus caballicos de madera, la gente se arremolinaba en torno al santo y algunos, los más pudientes, se estiraban como podían para colgarle cosas al santo, hasta saquillos con dinero. Los jóvenes de mi edad se juntaban en corrillos y se apartaban de la procesión aprovechando el tumulto. “¡Que no se te haga de noche y te vayan a salir las ánimas por el camino!” gritaba una madre comprensiva, pero preocupada, al pillar a su hijo que se marchaba con sus amigos. Quería estar ahí, quería reírme como siempre y no estar formando parte de este humillante pacto de magia negra en el que me había metido mi madre. Ya me daban igual las piedras del camino, los exaltados que me pisaban tratando de acercarse al santo como locos, solo quería irme, irme y llorar. Y llorar fue lo que hice.

    Nos paramos tras una encrucijada perfecta que formaba la Rambla de la Cruces. Los labradores aprovecharon para lanzar sus “¡viva San Marcos!” con mayor potencia, frecuencia y desafino, junto a otras loas. Estando quietas no sabía hacia dónde mirar; alzaba la cabeza para que no me cayeran las lágrimas, hasta que los ojos se me inundaban; entonces, miraba a otro lado para que mis lágrimas cayeran y volver a empezar el proceso. Lo importante era no cruzar la mirada con nadie, sobre todo con mi madre.


    -¡Buenos días, doña Carmen! - Una voz de hombre se dirigió a mi madre.


    -¡Ay mi niño, que no te he conocido! Aquí estoy, con mi hija. - respondió en un tono alegre impropio de ella.


    -Ya la veo ¡tan guapa como la madre! - incliné la mirada con lentitud hacia él, sin dejar de caer del todo la cabeza; a la vez, sin pensarlo, el labio superior se me contrajo, dejando ver parte de mis dientes. El muchacho me sonreía con los ojos entornados y los carrillos colorados; la peste a vino ya me la imaginé yo.


    -Pues soltera la tengo, ya lo sabes- bastaron esas palabras para que volviera a apartar la mirada. No quería escuchar ni una palabra de aquella conversación que me producía dolor de barriga.

    La procesión arrancó de nuevo, entrando en su tramo final, camino a la iglesia. Buscaba un entretenimiento fijándome en los niños comiendo roscos y los labradores borrachos descamisados. Mucha gente esperaba al santo en la esquina de la calle de la iglesia, subidos en las tapias, encaramados en la muralla... Detrás de un carromato, entre la muchedumbre, vi su pelo cobrizo, su larga y lacia melena. Era ella. Casi me pongo a llorar de nuevo de los nervios. No la veía desde hacía 8 meses, cuando bajaba de las ánimas. El mundo se desvaneció para mí. Se apoderó de mí la ansiedad y un terrible deseo de salir corriendo. Aguanté como pude, respirando hondo, ajena a todo lo que pasaba a mi al rededor. El santo se metió en la iglesia y ella cogió el camino hacia la Rambla de las Cruces, la perdí de vista. Volví en ese momento a la realidad, escuché de nuevo la algarabía y miré a mi al rededor. El maromo con el que hablaba mi madre ya no estaba.


    -Madre, ya se ha recogido San Marcos. ¿Puedo ir a la fuente a lavarme los pies? - mi madre dudó, mostrándome su mejor cara de asco. Sin embargo, tras haber aguantado toda la procesión sin rechistar, pareció haber recuperado algo de confianza en mí y me dio permiso con un “¡venga, vete! Tira pa la casa después derecha”


    Me di la vuelta y me abrí paso entre la gente, tratando de mantener la calma para que mi madre no sospechara. Cuando salí de entre el gentío, las piernas me iban a ritmos distintos de las ansias que tenía. No eché a correr hasta que calculé que mi madre ya no me vería. Subí la rambla hacia la fuente imaginándome todas las situaciones posibles. Me daba miedo que se me escapara, me daba miedo encontrármela. Ninguno de los rápidos supuestos que planteé en mi cabeza sirvieron, ya que los olvidé todos cuando la vi pasar, junto a su familia, a la altura de la mentada fuente. Me frené, no sé si por miedo de que me viera la familia o miedo de afrontar la situación. Se le encogieron todos los músculos de la cara cuando me vio y casi se tropieza sola. Recuperó rápido la compostura, avisó a los suyos de que se iba a parar en la fuente y que luego iría a la casa. No me acerqué hasta que no se perdió su familia entre la maraña de casas.


    -¿No dices na? - Siempre había sido yo la más echailla palante. Que empezara ella la conversación, y lo hiciera de esa forma tan seca, me intimidó.


    -Es que no sé si tu familia sabe lo mismo que mi madre.


    -No son tan avispaos. Sigo siendo su niña y no se preocupan porque no quiera novios. Y tampoco son tan malos como tu madre.


    Asentí con la cabeza, sin mirarla a los ojos. Pensé en como continuar, pero el silencio se hizo demasiado largo y volvió a arrancar ella:


    -¿La manda? - me señaló los pies descalzos. – Normalmente se va a una romería a otro pueblo, a Río Chico o algo. Nunca lo había visto aquí, hasta pa eso es mala tu madre.


    -Es que mi padre era muy devoto de San Marcos.


    -Ya.


    Hasta el bullicio de la fiesta se había callado. Estaba siendo muy difícil; las dos teníamos la manos prietas y nos hablábamos a casi dos metros. Pero yo sabía que, aunque tratara de parecer más dispuesta que yo, nos sentíamos igual. Tenía miedo, tenía mucho miedo de no saber romper la barrera que nos habíamos puesto, aún sabiendo que ninguna era culpable. A la mierda, pensé:


    -Te echo de menos, prenda.


    -Pues ya lo sé ¿Y qué te digo yo?


    -No sé. Cualquier cosa que no sea un navajazo en el pecho.


    -Mari Carmen, que no hemos hecho nada por vernos en este tiempo. ¿Qué te esperabas?


    -Isabelita, por Dios, que en verdad te lo digo, que me mata mi madre.


    -¿Y es que no lo sabíamos, María del Carmen? ¡Me cago en Dios y en to los santos! Que hace ocho meses que te vi bajando de las ánimas y no nos hemos vuelto ni a cruzar. Vamos a hacernos a la idea ya.


    -Prenda mía, que me muero pensando en ti. Que te quiero.


    -¿Y es que yo no te quiero? ¿Es que no me muero yo de la pena también? ¡Que tu madre nos ha pillao, Mari Carmen!¡Que le está pidiendo a las ánimas un novio pa ti! ¡Te va a casar en cuatro días con el primero que pregunte! Mucho es que no ha ido a contarle nada a la mía.


    -¡Isabel, ya lo sé! Pero no me trates como si tuviera yo la culpa.


    Noté como sus ojos se estremecían. Su rostro pedía ayuda y su cuerpo se hizo débil. Comprendí su actitud y supe con certeza que su deseo era el mismo que el mío, y el miedo también. La debilidad que vi en ella se sumó a la mía. Mi mente se fue un segundo a acariciarla, a un sitio y un tiempo donde podíamos acercarnos sin temor. Mis dedos se frotaban solos entre ellos, tratando de hacer real aquel pensamiento. Las campanas de la iglesia, sonando lenta y solemnemente, me la arrebataron de mis brazos.


    -¡Qué pena morirse en San Marcos! - me dijo, con la voz carrasposa.


    -Que pena morirse estando viva.


-    Vámonos – Esa solitaria palabra chasqueó en mi cabeza como un látigo. Me espabiló y miré al frente con los ojos bien abiertos. Mi respuesta era sí, sí, sí y mil veces sí, pero me había descolocado completamente y mi boca no respondía a mis deseos. Se me había olvidado hablar, casi me caigo al suelo.


    Isabel se dio la vuelta. Aún no me había recompuesto de su proposición y no entendía este nuevo giro en el guion. ¿Se había arrepentido de golpe? Me esforcé en recuperar el control de mi cuerpo; las palabras aún no me salían, pero tragué saliva y me vi capaz de pronunciar un “¿a dónde vas?”. Alcé mi brazo para acompañar a la frase, mas no pude; no por el descontrol de mi cuerpo, sino porque una mano fuerte me agarró por detrás.


    -¡Mari Carmen! Que me había dicho tu madre que estabas por aquí. Vente, que están repartiendo migas en la plaza.


    Era el maromo con el que estuvo hablando mi madre. Me espabilé de golpe, tiré del brazo y me zafé de él


    -¡No, no, déjame! Tengo los pies reventaicos y quiero na más que tumbarme. Que te invite mi madre otro día a migas – lo sorteé por su derecha, en la dirección contraria a la de Isabel. El movimiento fue automático. Eché para adelante deprisa, mirando de reojillo, pero sin darme la vuelta, tratando de ver hacia dónde iba Isabel.

    -¡Venga, que es San Marcos! ¡Y te lo tienes merecío, mujer! ¡Vamos a disfrutar una poquita! - cuando vi que había suficiente espacio entre los dos volví a mirar hacia atrás. Ya no estaba, no la veía por ninguna parte. El capullo este seguía hablando. No lo estaba escuchando, pero me ponía nerviosa.


    -¡De verdad, de verdad! Que estoy cansada y no estoy para el follón que habrá allí – giré hacia la derecha, subiendo una cuesta hacia mi casa. No mantenía la vista quieta en ningún punto buscando a Isabel, controlando al maromo, mirando mi camino. De tanto que quería abarcar, no veía nada; por eso no se decir en que momento vi pasar a mi madre detrás del tipo este, subiendo la rambla en la misma dirección que lo hizo Isabel. Subía con la misma decisión que lo hizo el día que fuimos a las ánimas.


    -¡Venga, Mari Carmen!


    -¡Que me dejes! ¡Que me dejes en paz!

    Subí la cuesta con la intención de perderme entre las casas y dar la vuelta. En la primera esquina que doblé, eché a correr como loca. No sabía si el maromo me seguía. No sabía por qué esquinas doblar ni sabía hacia dónde me dirigía exactamente; eran decisiones que se me hacían mundos pero tenía que tomar sin pensarlas.

    Me encaminé hacia la puerta de su casa. Se me salían los pulmones por la boca cuando llegué. Al acercarme a su ventana traté de controlar la respiración para no llamar la atención. Escuché a su padre, a su madre, a los hermanos... pero ella no estaba allí. Me puse encendida de nuevo y subí como las liebres, paralela a la rambla, asomándome en cada callejón a ver si la veía. Casi me da un infarto cuando vi a mi madre subir desde la rambla por la calle a la que me asomé. Me escondí hasta que pasó de largo, agarrándose la pechera y con aún más ardiles** que antes. Cuando desapareció de mi vista, cogí el camino que había dejado ella, cerca ya de las ánimas.

    No llegué a la rambla. El mundo entero se me cayó en lo alto y me tiró al suelo. Cien mil puñales me atravesaron el corazón y el cuerpo se me deshizo. Me vino el llanto y el vómito a la vez, como un torrente de fuego por dentro, pero ni eso pude hacer, se ahogaron en un grito sordo que me asfixiaba. El cuerpo entero se me había cerrado y dejé de ser consciente de mi ser. En mitad de la rambla, tirada en el suelo bocabajo, yacía con la cabeza abierta la única persona a la que he amado. Su pelo cobrizo ensangrentado, como la piedra que había a su lado.


    Al final pude vomitar. Vomitar y llorar. Respirar aún no. Una mano fuerte me agarró del brazo, me levantó y se me llevó. Los tratos con las ánimas no son justos, pero cumplen.


*Bauchas: babuchas, calzado de origen árabe

**Ardiles, con ardiles: rápido, con agilidad.

III


    Silencio. Silencio era todo lo que había. Silencio y frío. Un frío húmedo que se te metía en los huesos. Me daba igual. Las estrellas brillaban amenazantes en la noche, extrañas, sobre el techo de un decorado que parecía derrumbarse. Con la mirada al frente y el cuerpo mustio, como si me hubieran cuajado sangre de las venas, esperaba en aquel cruce cualquier cosa que bajara por la rambla. Pero todavía no era hora.


    Sin hacer ruido, me vi emboscada por una niebla que inundó toda la calle. Me aisló sin darme cuenta y me arrancó del mundo, aún bajo la amenaza del cielo. No había vida donde me llevaron y yo estaba muerta ya. No había otra cosa allí más que las cadenas, que ya tintineaban a lo lejos. Era difícil de saber, pues allí no había tiempo, pero todavía no era hora.


    Las olas neblinosas trajeron un olor a incienso y a carne quemada. Entre la bruma, borrosos candiles asomaron en lo alto de la rambla, o abriéndose paso entre las estrellas y planetas, no estoy segura. Pronunciaban mi nombre, una voz que sembró en mis adentros asco, tentación, ira, curiosidad; una amalgama que se tradujo en un andar parsimonioso. Agarrándome las faldas, di un paso al frente. Me llamaban. Pero todavía no era hora.


    -¿Hija mía, otra vez aquí? - mi madre. La niebla se hizo menos densa de golpe. Me acarició la cara con dulzura. La sangre cuajada de mis venas de hizo fuego ¡qué asco me dio! – Tú no estás pa esto, vida mía. ¡Que nos vas a dar un disgusto! – con delicadeza, su mano bajó de mi cara hasta mi barriga, que ya estaba enorme. Me tapó con una toca, me echó la mano al hombro y fuimos poquito a poco.


    ¡Qué contenta estaba ahora con su niña! Aunque su niña ahora fuera una loca que se escapaba por las noches, mustia y taciturna, ella estaba contenta así. ¡Le daba igual! ¡Les daba igual lo que habían hecho conmigo! Les daba igual porque ya estaba casada y preñada, como tenía que ser. Como mucho, sentían lástima de que estuviera malica de los nervios. ¡Angelica! Ahora sí tenía motivos para cuidar de su hija, de la que estaba tan orgullosa.

    Llegamos a la casa y, como si fuera de porcelana, me ayudó a cruzar el umbral, hablándome como si fuera tonta. Estaba la puerta abierta todavía cuando las campanas de la iglesia daban la hora. Una dos, tres... Mientras mi madre tiraba de mi, dejé caer la cabeza hacia atrás, contando las campanadas. Cuatro, cinco, seis... Una vez dentro, mi madre me dio un beso, que se me hizo un navajazo en la cara. Siete, ocho, nueve... Me llevó hasta la silla y fue a cerrar la puerta. Diez, once, doce. El portazo que dio acalló el lamentó que venía de la calle.


    A la mañana siguiente permanecí horas despierta en la cama, sin intención alguna de vivir o desarrollar cualquier actividad, como cada día. Dormía en un altillo junto a ese tipo que era mi marido. Se levantaba con el gallo y se iba a la labranza. Mi madre, satisfecha de tener a la hija casada y preñada, se ocupaba de mis obligaciones de mujer. A él no le importaba; mientras tuviera un plato de comida en la mesa, le daba igual quién se lo preparara. La única que se quejaba era la criatura que llevaba dentro. Se retorcía exigiendo alimento y algo de apego a la vida por mi parte; yo solo miraba al techo, sin importarme el trascurso del tiempo, imaginando que se desplomaba y nos llevaba a todos por delante.

    La luz de la mañana rompió mi mortuoria paz.


    -¡Venga, niña! - Estaba tan absorta que no escuché a mi madre ni subir la escalera, ni andar delante mía, ni abrir la ventana. Dormía en la parte baja, junto a los fogones, porque ya estaba muy mayor para andar subiendo y bajando escaleras; pero se plantaba en el altillo con muchos ardiles cada vez que le daba la gana, y sin quejarse; mientras que yo me iba dando con la panza en cada peldaño y me pesaba el crío como un muerto (y, de algún modo, así lo era).


    Con insistencia y una irritable alegría, me obligó a salir de la cama y a alistarme con bulla. Se le había antojado que hoy era un día para dar gracias y, sin poder digerirlo, más de un año después, me vi de nuevo frente a la ermita de la ánimas, para agradecer todo lo que habían hecho por nosotras. Para agradecer que había perdido todo el control sobre mi persona, que el amor de mi vida yacía en un nicho con la cabeza partida, que un hombre al que repudiaba me había violado, preñándome de una criatura a la que no tenía forma alguna de querer y que habíamos pasado hambre para poder llenar los puñeteros cántaros de aceite. La gratitud de mi madre era ofensiva; tan seria y enfadada la primera vez que vinimos y tan contenta ahora, porque su hija ya era una mujer, aunque fuera un despojo. Estaba contenta y agradecida porque yo estaba destruida ¡ese había sido su deseo! No podía sentir más que odio por semejante bicha. De haber tenido capacidad alguna de hacer algo, le hubiera escupido en la cara allí mismo. ¡Me hubiera sacado la maldición de mi vientre con mis manos y se lo hubiera dado ensangrentado! “Si esto es lo que querían, ¡que se lo quedaran!” pensé, mientras lo que llevaba dentro parecía protestar. “Ánimas benditas, una manda debería echar ¿pero qué os pido yo? Porque la penitencia ya la llevo hecha, y no sé si tendréis que ver algo ¡Llevaos lo que habéis traído y devolvedme lo que os habéis llevado! ¡Qué pena más grande, Dios mío! ¡Qué pena más grande desde que me trajeron aquí!” seguía cavilando con odio, haciendo que la impotencia se adueñara de mi inerme cuerpo.

    Las moscas del lugar me asediaron la cara con violencia y, una vez más, no tenía medios para espantarlas, aunque esta vez tuviera las manos libres. Eso tan simple alimentó sobremanera mi frustración y, como todos los días de mi vida desde hacía ya más de un año, lloré. Lloré porque aún no sabía de otra herramienta para defenderme.


    Esa noche me volví a levantar, sin pensarlo, sin intención, sin objetivo claro. Al ponerme de pie me di cuenta de que el tipo que me preñó y solía dormir conmigo no había vuelto. No era la primera vez que se quedaba hartándose de vino y se quedaba dormido entre los bancales, para aparecer borracho en mitad de la noche. Bajé despacio, evitando que los crujidos de la escalera montaran gran escándalo. Abajo, mi madre dormía con la boca abierta y el labio inferior metido para adentro, como si le desapareciera la quijada al conciliar el sueño. No tardaría más de diez minutos en darse cuenta de que me había ido y vendría a buscarme. Esa era nuestra rutina casi diaria.

    Al salir a la calle vi venir a lo lejos a un borracho dando tumbos, con la azada al hombro, el mancaje en la otra mano y el resto de aperos colgando de la cintura amarrados a una guita. Se paró confuso cuando estaba cerca, entornando los ojos y concentrándose para verme bien.


    -¡Ay, mi criaturica! ¡Que ha salido a recibir a su padre! - el borracho, ese hombre al que llamaban mi marido, se lanzó de inmediato a agarrarme la barriga, trastabillando y dejando caer la azada al suelo. Con la mano que dejó libre continuó apretándome la panza, mientras balbuceaba cosas intranscribibles con el habitual tono para tontos que se les pone a los bebés.


    Calló de golpe y, tras pensarlo un poco, arrastró su mano desde mi barriga hasta uno de mis pechos, dándome un pellizco rápido que hizo que me apartara de un sobresalto y me encogiera.


    -¿Y la madre? ¿No se alegra de verme? - Se rio de una forma muy fea. Tenía los ojos medio cerrados y le costaba trabajo mantener los dos mirando al mismo sitio -¿Qué pasa? ¡A ver si no te va a poder tocar tu marido? - alargó la mano para tocarme la barbilla, volví a encogerme -¡Cucha! ¡Ni que te diera asco! ¿Me vas a tener también a palo seco después de parir? Que yo no quiero tener que estar de putas teniendo una mujer ¡que son muy caras! - Se rio de manera aún más asquerosa, dejando hilitos de saliva densa y blanca entre los labios. Se quedó callado con ese gesto, esforzándose en respirar con ritmo y orden – Si fuera la bollera esa sí que dejabas que te tocara ¿a que sí?


    Los cien mil viejos puñales de una tarde de San Marcos me atravesaron de dentro a fuera y de mis venas brotó fuego. Un fuego que me rescató de mi estupor. Abrí los ojos como hacía más de un año que no podía y quise rajarle el cuello con la mirada.


    -¿Es que no soy hombre bastante como pa que te olvides? ¿Qué clase de macho necesitas? ¡Dímelo, que yo no sé! - Bajé la mirada un segundo para controlar el fuego. Entre los aperos llevaba un hoz -¡A ver si te crees que ella no estará catando buenas pollas en el infierno!


    Eché mano a la guita como un reflejo. No reaccionó. De un movimiento le arranqué la hoz, del segundo se la clavé en el costado. Se quedó como tonto, yo también. Durante un largo segundo no sucedió nada. Cuando asimiló lo ocurrido, engurruñó la frente y me pegó en la cara con el mancaje que tenía en la mano. No sentí otra cosa que el fuego que me corría las venas avivándose. Le saqué la hoz del costado y le rajé el cuello, ahora sí. Dio un pasó hacia atrás, se tropezó consigo mismo y cayó al suelo, sangrando a chorros. Salté sobre él y, con tranquilidad, me aseguré de que no se levantara. Continué mi camino.


    Mis pies me llevaron a la misma encrucijada de siempre, con la mirada puesta en lo alto de la rambla. El fuego de mis venas se apaciguó, incluso llegué a sentir cierta paz. Estaba preparada para esperar una vez más.


    Silencio. Silencio y un frío húmedo que me calaba los huesos. En el cielo negro, estrellas del mismo color, extrañas, amenazantes. Pero todavía no era hora.


    -¡Malnacida! ¡Loca! ¿Qué has hecho, loca?


    Una ola neblinosa me trajo olor a incienso y a carne quemada. Las cadenas ya tintineaban a lo lejos. Pero todavía no era hora.


    -¡Tú no eres hija mía! - El tortazo más grande que había recibido nunca me tiró al suelo - ¡Loca invertida! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?


    Mi madre me torteaba mientras estaba en el suelo. Me di cuenta de que me estaba manchando con la misma sangre que cubría mis manos. Empecé a reír.


    -¡Loca, loca, estás loca! ¡He parido a una loca asesina!


    -Asesina como tú.


    Me agarró por los pelos y me golpeó la cabeza contra el suelo. No hice por defenderme y me importó bien poco. En cierto modo, me sentía bien. Mi reacción enfadó aún más a mi madre que me zarandeó la cabeza con ira.

    -¡Yo seré una asesina, pero tú eres una bollera!


-¡Sí, lo soy! - la pequeña paz que me rondó momentos antes se hizo plena. Le agarré los brazos y hablé más consciente que nunca – Has parido a una bollera loca, vieja pelleja. Pero a mí me ha parido una criminala que... - no pude terminar la frase. Se me torció la expresión del dolor. Sentí como me desgarraba por dentro la criatura de mis entrañas.


    Una campanada poderosa sonorizó el momento. La ira de mi madre se hizo ilusión sin transición alguna. Todos los crímenes mencionados dejaron de importar.


    -¡Mi nieto! ¡Benditas sean las ánimas! - Una mosca trató de interrumpir el éxtasis de mi madre, pero la apartó de un rápido manotazo. Sonó la segunda campanada.


    El cielo negro tras mi madre se iluminó de candiles. Otra mosca volvió a incordiarla cuando me abrió las piernas para recibir a la criatura; esta vez tuvo que esforzarse más para espantarla. Tres. Me tocó, me metió los dedos, yo no podía hacer nada a causa del dolor. Era como si el firmamento entero saliera de mis entrañas. Cuatro. Igual de doloroso era el chiquillo saliendo que las instrucciones de mi madre, pidiéndome que empujara, con una sonrisa en la boca. Cinco.


    La intensidad y alegría de mi madre se fue tan rápido como vino. Apartó sus manos de mí y el horror se empezó a dibujar en su rostro. Seis. Una nueva mosca le revoloteó la cara. Y otra más. Y otra. Y otra, hasta que fueron decenas. Su mente quebrada estaba más preocupada por otros asuntos y ya no hizo nada por espantarlas. Hicieron una máscara sobre su rostro horrorizado, entrando sin oposición por sus orificios. Siete..

    El chasquido de los flagelos dirigió mi vista hacia la luz de los candiles. No eran candiles en las sombras, sino cirios que portaban los penitentes de una silenciosa y solemne procesión. Se tambaleaban con lentitud, dejando que la cera cayera sobre sus huesudas manos, en sus huesos pies engrilletados y en sus túnicas negras, bordadas de amarillo, formando extraños símbolos. Ocho. Entre los penitentes marchaban los flagelantes a los que escuché, con una sonrisa perenne e inexpresiva y miradas de cuencas vacías; sus torsos estaban desnudos y, de sus laceradas y marchitas pieles, colgaban cadenas que arrastraban como andrajos. Nueve. En el centro de la procesión, un muerto, con su mortaja blanca, iba sentado en una caja que cargaban seis costaleros sobre sus hombros; llevaba los brazos abiertos en cruz, mostrando las palmas y estaba coronado con una corona en llamas anclada con clavos en su cráneo. Diez.

    Dos penitentes se adelantaron y agarraron a mi madre, cubierta de moscas y con la mente extraviada. La hicieron desaparecer entre la procesión. Once. Ante mí se postró otro procesionario, con el rostro tapado. Me hundió las manos en mis adentros, frías, como si fueran el mismo invierno. Con suma facilidad, sin dolor, arrancó al chiquillo de mi vientre y lo tomó entre sus raquíticos brazos, envuelto entre moscas, cubierto de sangre, sin llanto. Mi cuerpo no sintió más dolor, mi alma no tuvo más pena. Doce.


    La procesión marchó en silencio, con el leve murmullo de los maderos y cadenas arrastrándose suavemente, las espaldas fustigadas y los pasos huesudos. Aquella que se llevó a la criatura volvió a la procesión, quedándose la última. Un soplo de viento le arrancó el velo de la cabeza, dejando ver su melena de cobre y sangre.



Manolo Peña Fernánez










jueves, 21 de enero de 2021

Las mejores películas de terror de la década.

 

    Escribiendo este top a mediados de Enero no creo que genere mucho interés (Mr. Actualidad me llamaban). El caso es que me apetecía hacerlo para reivindicar, de alguna manera, otro tipo de terror más allá de las pelis de sustos.

    Me gustan las películas de terror plasta, lo reconozco, pero creo que en esta lista hay variedad, aunque predominen las obras más pausadas, ambientales y con gran peso de la estética, la fotografía y los diálogos. Hay zombies, gore, brujas, locura, drogas y muchas frases e imágenes para el recuerdo.

    No creo que descubra gran cosa a nadie, bastantes de las que mencionaré no son en absoluto desconocidas; pero me parece importante recordar que hay cine de terror más allá de los subidones de audio y de las trece o catorce películas que aparecen cada año para hacerse llamar “la película de terror del año”.

    Y, ya de paso, como soy un poco picao, aprovecho para recordar que la década terminó en 2020 y no en 2019. Así que solo tendré en cuenta películas aparecidas entre 2011 y 2020.


nº 10 – Saint Maude (2019, Rose Glass)

     Esta directora británica debuta mostrando buenas maneras, generando intriga y creando un ambiente perturbador al ponernos en la piel de una enfermera que cambia su vida al conocer a Dios.

    Nos hace dudar en todo momento sobre lo que está ocurriendo, aunque creamos estar seguros de lo que en realidad sucede.

    Los elementos que configuran la simbología de la peli entran muy bien por los ojos, pero terminé echando de menos un mayor y mejor uso de estos; digamos que me gustó lo que me ofrecían pero me supo a poco. Hay ciertos efectos especiales en el último tramo que, aunque entiendo su sentido, terminan por recordar al final de La Celda y le restan medio puntillo.

    Buena película que termina quedándose corta. Seguiré el trabajo futuro de esta directora.


nº 9 – Mandy (2018, Panos Cosmatos)

    ¡Vaya puta locura de psicodelia, violencia y drogas! La primera mitad es una de esas películas que he mencionado al principio, lenta, con diálogos buenísimos y donde la imagen es casi un personaje más. La segunda parte es un colocón de diversas drogas que da lugar a una espiral de violencia salvaje. Del reparto de esta peli creo que solo conocía a Nicolas Cage y me parece que lo han hecho de maravilla, al menos encajaban a la perfección en sus lisérgicos papeles.

    La película tiene una última escena muy buena y, como punto negativo, diré que no tienen mucho sentido que no maten al personaje de Nicolas Cage al final de la primera mitad.



nº 8 – Antrum (2019, David Amito y Michael Laicini)

   No hago ningún spoiler diciendo que esta obra se vendió como una película antigua que se había recuperado tras un incendio y que, cada vez que se proyectaba, pasaba alguna desgracia y la gente moría a porrillo. Antes y después de la peli en sí, hay una parte de falso documental que sirve para dar crédito a esta historia. Me parece una muy buena campaña de marketing que, de forma relativa, les funcionó; pero la verdad es que esa parte de falso documental es lo más cutre y feo de la película. Una vez hecho el marketing, yo lo eliminaría.

    Hablando ya de la peli propiamente dicha, he de decir que es una pasada. Jugando con el rollito de que es antigua, consiguen muy bien la estética y, si la parte documental fuera mejor, quizás hubiera dado el pego. Tiene algún que otro efecto cutre que termina siendo precioso y no desentona para nada.

    La historia es bastante original y te engaña hasta bien entrada la película, dejándote, incluso, con la duda una vez terminada. No será compartido con mucha gente pero, esta peli tiene uno de los momentos que más miedo me ha dado en el cine de los últimos años, sin necesidad de ningún sobresalto con el audio.


nº 7 – The Void (2016, Jeremy Gillespie, Steven Kostanski)

    Adjudicarse el calificativo “lovecraftiano” es muy fácil y está de moda, conseguir captar algo de la esencia del maestro ya no tanto.

    The Void es, quizás, la película que mejor homenaje ha rendido a Lovecraft durante esta década y sin necesidad de prostituir su nombre (ejem, ejem, Ghostland, ejem, ejem). Una verdadera historia de horror cósmico que podría haber protagonizado cualquier adorador de Yog-Sothoth o de Nyarlathotep en busca de aquello incomprensible para la mente humana. La influencia lovecraftiana también se deja ver en sus criaturas, materializadas a base de maquetas reales, de esas que tanto se echan de menos en el cine, y sin apenas uso del cgi. Todo esto hace de The Void un gran exponente, no solo del horror cósmico en el cine, sino del bodyhorror.


nº 6 – The Eyes of my Mother (2016, Nicolas Pesce)

   Lo que ocurre en esta peli fue para mí un sorpresón. Es una brutalidad cocinada a fuego lento que emplea lo que yo llamo “gore psicológico”; es decir, no hay apenas escenas explícitas pero consiguen hacértelo imaginar, llegando a dolerte incluso más. Uno de los responsables de esto es su montaje, una delicia, que tiene tres o cuatro cortes para fliparlo.



nº 5 – Possum (2018, Matthew Holness)

    Come see daddy and mummy? Dirty boy! Playing with the deads! Poor boy, poor orphan boy... silly boy!

    Estoy enamorado de esta película. No sé cuántas veces habré visto su final o cuántos fotogramas me habré guardado. Adentrarse en el tortuoso mundo de Philip es una experiencia inolvidable. La marioneta, la canción, la casa, las soberbias interpretaciones (los gestos de Philip ¡madre mía!)... todo te atrapa y te hace querer saber más; conforme avanzamos vamos hallando respuestas satisfactorias hasta llegar a ese final para el recuerdo. Si bien el desenlace es un poco abierto y deja mucho espacio a la interpretación personal, no llega a romper nunca con esa sensación de satisfacción que he mencionado y no se le puede poner ningún pero.

    La parte visual es una de las grandes bazas de esta obra. Con el tratamiento del color y las luces consigue con excelencia parecer una película de hace veinte o treinta años, no solo por un capricho estético, sino para ayudar a conseguir, con esos tonos apagados, una sensación de suciedad y de inmundicia. De verdad que se puede sentir la humedad de la casa viendo la película desde la silla de tu ordenador.





nº 4 – Train to Busan (2016, Yeon Sang-ho)

    La mejor película de zombies que he visto. Así te lo digo. Una historia muy linda, con emoción, buenas escenas de acción y su parte de crítica social. Preciosa.



nº 3 – Hereditary (2018, Ari Aster)


    Puede ser la más conocida de la lista. Fue una de esas “películas de terror del año” pero, en este caso, acertaron.

    Una película muy bien hilada desde el inicio, con giros de guión como puñetazos en la cara (casi es un spoiler). Ari Aster se proclamó en su debut como el rey de los detalles y sutilezas, obligándonos a ver la peli una segunda vez, dándole al pause sin parar y dejándonos ojipláticos al descubrir sus secretos. Junto con las dos que encabezan la lista, forma mi trinidad de dar la brasa con el cine de terror.

    La peli no entra ni de lejos en la categoría gore, pero ya vamos viendo como a Ari Aster le gusta meter burrerías explícitas en sus películas y lo hace de maravilla. Hay tres o cuatro que se te quedarán clavadas en la retina.

    A destacar también la gran actuación de Toni Collete.

¡Salve, Paimon!


nº 2 – The VVitch (2015, Robert Eggers)


    La película que cambió mi idea sobre el cine de terror y por la que estoy escribiendo esto.
    Todas las veces que la he visto me he quedado embobado con la degeneración de esta familia puritana, preguntándome si su ruina viene de la amenaza de la bruja y todos los peligros del bosque o si es su fanática moralidad su principal enemiga.

    Muchas de sus escenas son ya mitiquísimas pero, si hay que elegir, la escena del libro es una joya del cine. Y es que, ¿a quién no le va a gustar sentir el sabor de la mantequilla? ¿A quién no le ve a gustar vivir deliciósamente? ¿A quién?

    Ver esta película doblada es un crimen. No por pedantería, sino porque el lenguaje es una elemento de mucha importancia que nos ayuda a meternos de lleno en la época y a vivir con inmersión este cuento del folclore de Nueva Inglaterra, como reza su subtítulo.

    Si hay algo que no corona a The VVitch como la campeona es lo irregular del ritmo en su tramo final. Si bien todo lo que sucede es interesante y, de manera individual, se trata de grandes escenas, durante unos minutos entramos en una sucesión de “personajes que se despiertan, realizan una acción y vuelven a dormir”. Queda raro y da la sensación de que se podrían haber distribuido mejor las acciones. Pero, vamos, que se trata de una minucia para justificar que no corone la lista.


Menciones especiales:

-The Lodge (2019): película que te deja pensativo y en tensión durante un buen tramo. Con un poquito más de profundidad en el cotarro que nos plantean, quizás estaría en la lista.

-The Dark and the Wicked (2020): esta peli da miedo de verdad durante más de la mitad de su metraje, después te das cuenta de que no hay explicación para nada y todo pasa un poco al azar. Termina de perder todo el fuelle con un anticlimático final.

-Midsommar (2019): la segunda de Ari Aster sigue siendo buena, pero baja el listón y me mata la pasividad de sus personajes. A pesar de contar con una ambientación y acción muy diferentes a Hereditary, te das cuenta de que repite una estructura parecida. Como homenaje a The Wicker Man (1973) funciona.

-The Cabin in the Woods (2012): la parodia que el terror necesitaba en aquel momento. Cuando me puse a verla no me esperaba eso para nada.

-Evil Dead (2013): el remake en tono serio de la primera de Evil Dead (no olvidemos que Evil Dead 2 es un remake de la primera en tono de comedia) creo que no tuvo el reconocimiento que se merecía por lo buenísima que es la original y porque salió en una época plagada de remakes malos e innecesarios.

-Maniac (2012): película dura y desagradable que nos pone en la piel del malo con una ingeniosa realización bastante bien resuelta. Se mueve entre la delgada frontera del thriller y el terror. Es remake de una película del 80 que no he visto y no puedo comparar, aunque sí puede decir que tiene un estilo totalmente nuevo.


nº 1 – The Lighthouse (2019, Robert Eggers)


    Toda esta lista ha sido una excusa para deciros que Robert Eggers es el mejor y que me voy a casar con él.

    Si con la Bruja debutó como una apisonadora y mostró un buen hacer al alcance de muy pocos, con el Faro pule todo lo mostrado anteriormente y nos deja una puñetera obra de arte.

    Cada plano y cada diálogo son perfectos. La elección de los 4:3 no es algo meramente estético, sino que ayuda a trasmitir esa sensación de opresión en la que se ven envueltos los protagonistas. La degeneración de la mente humana se verá reflejada en la relación de los dos protagonistas que, a parte de estar muy bien escrita, se hace totalmente creíble por las soberbias actuaciones de Willem Dafoe y Robert Pattinson. Si bien es cierto que la actuación de Dafoe no puede ser mejor y mereció el Óscar, la actuación de Pattinson no se queda atrás y se reivindica a sí mismo, quitándose el sambenito de vampiro de Crepúsculo.

    Es difícil pillar el final a la primera y entender todo lo que verdaderamente ha ocurrido. Aún hoy día me debato entre tres posibles teorías pero, estas se complementan entre ellas y son compatibles, lo que me hace pensar que está todo aún más medido de lo que parece.

    Sin nada más que decir, no metéis nunca a un ave marina.




lunes, 28 de septiembre de 2020

Curianas, cuentos extraños.

"Cucarachas, cucarachas por todas partes. Escurridizas y repugnantes, crujientes al aplastarlas. La imperecedera estirpe que será testigo de nuestro final."

Curianas es la primera publicación de Manolo Peña (Adra, Almería; 1990). Una colección de tres relatos ambientados en un universo casi tan cruel como el nuestro. Fantasía, terror y ciencia-ficción se dan la mano para contarnos la caída de un imperio cuya arma fue la simiente de Dios, el calvario de una monja forzosa y el tortuoso camino a la redención de un mercenario con más pena que gloria a sus espaldas. 

Puedes descargar el libro desde aquí



 

sábado, 21 de marzo de 2020

El Perdón - Capítulo 1

Jesús dormía, como siempre, anclado en su cruz. Con la cabeza gacha y casi desnudo, sin importarle demasiado lo que ocurría a su alrededor. Presidía el templo bajo una fea vidriera que trataba de representar la ira divina cayendo sobre el mundo terrenal y barriendo el pecado. Desde el fondo del altar, como cada noche y cada día, Jesús era el señor de este templo, independientemente de quién viviera o quién muriera. Siempre habría alguien que encendiera velas por él y el resto de santos que lo acompañaban en aquella eterna y silenciosa reunión fuera de los estragos del tiempo. Tras dos grandes cirios descansaba el señor, cabizbajo, mostrando a la tenebrosa bancada su omnipotente corona.

En los laterales del templo, tras las arquerías, la luz escapaba a duras penas de las velas derretidas entre amasijos de cera. Parecía estar presa y no alcanzar nunca los demás rincones del templo, como si los presentes en la eterna reunión la hubiesen capturado en sus imperecederas facciones, talladas por mediocres ebanistas, coaccionándola con sus severos gestos. La luz, como una burla de su triste destino, acentuaba la oscuridad de aquella noche en cada muesca de la piedra gastada de las paredes y en las grietas de la madera podrida del suelo, mostrándose incapaz de desbancarla del salón, del que no se atrevía ni siquiera a acercarse.

Interrumpiendo la solemne reunión, las puertas del templo se abrieron con violencia. El aire que entraba casi mata a la maltrecha luz pero, a Jesús y sus santos no pareció importarles; parecían estar seguros de que nada alteraría su orden. Un cuerpo había caído al suelo. Entre toses, empapado, Tomás Santiago Mayoral se puso en pie ayudándose de su espada, chorreosa de aceite negro. Inmediatamente, cerró las puertas, dejando al otro lado una noche cerrada, rasgada por una fina pero constante cortina de lluvia. Echando todo su peso contra las puertas, como si quisiera evitar que un toro pasase por ella, inspeccionó el templo rápidamente. Arrastró los bancos, desde el primero hasta el último y los amontonó contra las puertas como si le fuera la vida en ello. Al conseguir su objetivo, tras unos largos minutos, agarró un candelabro apagado y lo estrelló contra la pila de bancos, como si no le hubiese parecido suficiente. La mirada inquisitiva de los santos parecía estar juzgándole por blasfemia.

Atravesó el siniestro salón hasta llegar al altar. Se colocó bien los calzones, se pasó las sucias manos por la cara, llenándose de churretes, y respiró profundamente, sin poder mirar a los ojos al hijo de Dios. En un acto explosivo, lanzó su espada al suelo. Hasta parecía que había asustado al impasible Jesús:

-¡¿Lo ves?!

Jesús no lo veía

-¡¿Lo hueles?!

Jesús no lo olía

-¿De qué nos has salvado? ¡Tantas guerras en tu nombre, tanta sangre derramada por ti y no has cumplido ni una sola de tus promesas. ¿Eres tú quién nos miente o son aquellos que hablan por ti en la Tierra? ¿Cómo consientes esta amenaza a la vida de los que te rezan y se encomiendan a ti? ¿Qué oscura maquinación es la que se teje en el seno de tu Iglesia que ha permitido semejante disparate?

Jesús no dijo nada

-¿Hay algo de cierto en tus promesas de salvación?¡Nada! Prometiste a la humanidad la salvación y el perdón si eramos esclavos de tu palabra y ahora es tu palabra y a aquellos que dicen pronunciarla a quienes temo.

*BRUM*

La puerta del templo retumbó como si todo el firmamento hubiese caído sobre ella. Tomás se arrodilló rápidamente, tomando la espada del suelo y colocándola formando una cruz frente a su rostro agachado.

-Señor mío, no soy digno de ti. Perdona a este siervo desesperado que ha pecado de palabra. Perdona a este siervo tuyo arrepentido ¡Arrepentido, arrepentido y mil veces arrepentido! Que no soy yo quién se queja, que es la carne apoderada por el miedo. Pues, Señor mío, lo que he visto esta noche sobrepasaría la entereza de cualquiera. No hay demonio ardiendo en el infierno, ni sombra tan oscura que se asemeje al horror que ha irrumpido en estas tierras. Solo las historias antiguas mencionan atrocidades como esta ¡y por Dios, que me equivoque en mis presagios! ¡Que no sea que las puertas de los primeros abismos han sido abiertas!

*BRUM*

-Señor, Señor, Señor ¿Quién ha permitido esto? No es este horror inexplicable lo que más temo, sino a aquel que lo ha rescatado del olvido. Perdóname, Señor, si peco de nuevo y no hablo con la evidencia, sino con la enajenación de mi mente, mas no me queda otra que señalar a los culpables en el seno de tu Iglesia y a sus viles...

*BRUM*

-¡Señor mío! No te pido la salvación, te pido fuerzas para afrontar al horror y parar esta locura. Dame fuerzas para ayudar a tus fieles y no permitas que el terror me haga huir de nuevo.

*BRUM*

El miedo se apoderó de Tomás, que apretó todos los músculos.

*BRUM*

Levantó el rostro, casi llorando, apretando los dientes. Se agarraba a la fe, que había sido el motor de su vida. Aguantó la mirada al ídolo de madera sádicamente representado, sin hallar respuesta alguna.

*BRUM*

La puerta se abrió ligeramente, dejando pasar una brisa antinatural que entró por su nuca y le heló el alma. Algunos elementos de la barricada habían caído provocando un aparatoso estruendo que se intensificó con la reverberación del templo. Al otro lado podía oírse el crujir de unos huesos, pero con un eco metálico tan afilado que cortaba hasta los tímpanos; acompañaba a este sonido la suave melodía de un muerto chapoteando en una ciénaga.

La estatua de madera que tenía enfrente seguía sin hablar pero, su fe irracional confundió la química con la que el miedo y la adrenalina inundaron su cerebro con una señal divina. Tomó su arma en posición de combate y se encaró a la puerta entreabierta, esperando a la próxima embestida. Estaba a unos pocos segundos de que nada se interpusiese entre él y lo que fuera que estuviera amenazando la vida y la cordura de los seres humanos.

Las luces marchitas de los cirios se avivaron con la corriente que entraba por la puerta danzando nerviosas por las paredes, dibujando sombras atemorizadas que querían huir. El viento gritaba muerto de miedo, como si huyera y le suplicara a él que hiciera lo mismo. Estiró uno a uno los dedos para agarrar más fuerte la espada, sin perder nunca la guardia. La noche era oscura, la noche era negra y el terror no se dejaba ver al otro lado de la puerta. Solo sabía que volvería a golpear y se encontraría frente a pura demencia retorcida. Pero no hubo más golpes y el aire enmudeció.

La vidriera reventó, volando los cristales por todo el templo. Las velas se apagaron y un vomitivo olor acompañó a la oscuridad. Tomás protegió su cabeza de la lluvia de cristales y se dio la vuelta cuando esta terminó. Casi no podía ver nada más allá de la silueta de Cristo en la cruz. Con los ojos bien abiertos y volviendo a levantar su espada, muy nervioso, buscó a su enemigo sin resultados. Daba mandobles sin sentido, de una lado para otro, y su corazón estaba apunto de estallar. Olía a oxido y a rancio, a podrido; como cuando la comida se pone agria pero aplicado a una pila de cadáveres. El estómago se le contraía y las arcadas le entorpecían sus ya nerviosos movimientos. Solo sentía pánico e impotencia.

 Las lágrimas terminaron venciéndole y la fuerza de sus músculos apretados se marchó de golpe, dejándole abatido y desesperado. Tras muchas vueltas dando golpes de espada sin sentido, se dio cuenta de que estaba, una vez más, frente a Cristo crucificado. Los tambores de guerra de su corazón pararon como si una garra fría lo hubiese apretado y el olor no afectaba ya a su estómago contraído. Los huesos metálicos volvían quebrarse junto a la melodía viscosa que los acompañaba. Siguiendo el ritmo del incesante borborigmo metálico, asomaron numerosos e informes dedos tras la cabeza de Jesús; la apretaron, rodeando sus ojos y su boca. Corría por las mejillas del ídolo el mismo aceite negro de la espada de Tomás, goteando en el suelo como un llanto impío. Tanto apretaron la cabeza de madera que terminaron por partirla, cayendo sobre el charco negro que se había formado en el suelo. Alzándose sobre los restos de la estatua, un horror que borró la mente de Tomás se presentó emitiendo un sonido impropio de este mundo.




martes, 17 de marzo de 2020

Ojos fríos de Plutón

Uno de los verdugos que conducía al reo hacia el cadalso tiró de la soga, atada en sus manos, haciéndole caer a un charco de mierda fruto de los excrementos que los vecinos arrojaban por sus fachadas. La multitud de mugrosos, palurdos y desdentados que seguía al reo aprovechó para intensificar el lanzamiento de comida podrida. Resbalando entre barro y heces, el reo se puso en pie y siguió riendo. Su expresión era tal que hizo enmudecer a la gleba y, poco a poco, cesaron sus mofas.

La expresión retorcida del inquisidor Aguilar, acusado y sentenciado por brujería, no me sorprendió nada después de escuchar su repetitivo discurso durante su paseíllo. Hablaba de un lugar llamado Plutón, en el que estructuras de hielo negro se erigían como ciclópeos alfileres que rasgaban un cielo venenoso; de ciudades y reinos separados de nosotros por la eternidad; de estrellas tenebrosas de las que nunca veremos su luz; hablaba del rey de todo, inerte en el centro del universo desde antes del tiempo mismo y hablaba de unos ojos, unos ojos infinitos.

El inquisidor nos hizo creer a todos que era el azote de la brujería hasta que, tras semanas persiguiendo a un aquelarre al que se atribuían graves crímenes, fue encontrado desquiciado, con un cuchillo de hoja flamígera en la mano, retorcido como una serpiente, rodeado por los cadáveres de todos los hombres a su cargo. Desde ese momento comenzó a recitar su infinita retahíla que escuché una y otra vez mientras balanceaba, junto a otros monjes, el incensario tras él camino a su ejecución. Era un verdadero hijo de puta que disfrutaba con cada tortura y se le ponía tiesa quemando mujeres en la hoguera tras rápidos y dudosos juicios. No sentía por él ninguna compasión, incluso antes de saber de su crimen, pero me erizaba la piel con cada una de sus palabras. Miré al cielo, como si evitando ver su figura pudiera obviar sus palabras, mas sentí que el mismísimo Reino de Dios se me caía encima. Miré a los morbosos que contemplaban el espectáculo, miré a una bizca con un saco de papas podridas, a un tuerto que escupía al reo, a una niña llena de roña asustada. Y, entre la multitud, estaban ellas. También me miraban a mí. Me clavaron su mirada y los vi. Vi aquellos ojos, entré en ellos y vi el cosmos. Vi a Dios padre retorciéndose abotargado en el centro de todo y vi a su hijo aguardando entre agujas de hielo. Y reí, por siempre, reí.