sábado, 21 de marzo de 2020

El Perdón - Capítulo 1

Jesús dormía, como siempre, anclado en su cruz. Con la cabeza gacha y casi desnudo, sin importarle demasiado lo que ocurría a su alrededor. Presidía el templo bajo una fea vidriera que trataba de representar la ira divina cayendo sobre el mundo terrenal y barriendo el pecado. Desde el fondo del altar, como cada noche y cada día, Jesús era el señor de este templo, independientemente de quién viviera o quién muriera. Siempre habría alguien que encendiera velas por él y el resto de santos que lo acompañaban en aquella eterna y silenciosa reunión fuera de los estragos del tiempo. Tras dos grandes cirios descansaba el señor, cabizbajo, mostrando a la tenebrosa bancada su omnipotente corona.

En los laterales del templo, tras las arquerías, la luz escapaba a duras penas de las velas derretidas entre amasijos de cera. Parecía estar presa y no alcanzar nunca los demás rincones del templo, como si los presentes en la eterna reunión la hubiesen capturado en sus imperecederas facciones, talladas por mediocres ebanistas, coaccionándola con sus severos gestos. La luz, como una burla de su triste destino, acentuaba la oscuridad de aquella noche en cada muesca de la piedra gastada de las paredes y en las grietas de la madera podrida del suelo, mostrándose incapaz de desbancarla del salón, del que no se atrevía ni siquiera a acercarse.

Interrumpiendo la solemne reunión, las puertas del templo se abrieron con violencia. El aire que entraba casi mata a la maltrecha luz pero, a Jesús y sus santos no pareció importarles; parecían estar seguros de que nada alteraría su orden. Un cuerpo había caído al suelo. Entre toses, empapado, Tomás Santiago Mayoral se puso en pie ayudándose de su espada, chorreosa de aceite negro. Inmediatamente, cerró las puertas, dejando al otro lado una noche cerrada, rasgada por una fina pero constante cortina de lluvia. Echando todo su peso contra las puertas, como si quisiera evitar que un toro pasase por ella, inspeccionó el templo rápidamente. Arrastró los bancos, desde el primero hasta el último y los amontonó contra las puertas como si le fuera la vida en ello. Al conseguir su objetivo, tras unos largos minutos, agarró un candelabro apagado y lo estrelló contra la pila de bancos, como si no le hubiese parecido suficiente. La mirada inquisitiva de los santos parecía estar juzgándole por blasfemia.

Atravesó el siniestro salón hasta llegar al altar. Se colocó bien los calzones, se pasó las sucias manos por la cara, llenándose de churretes, y respiró profundamente, sin poder mirar a los ojos al hijo de Dios. En un acto explosivo, lanzó su espada al suelo. Hasta parecía que había asustado al impasible Jesús:

-¡¿Lo ves?!

Jesús no lo veía

-¡¿Lo hueles?!

Jesús no lo olía

-¿De qué nos has salvado? ¡Tantas guerras en tu nombre, tanta sangre derramada por ti y no has cumplido ni una sola de tus promesas. ¿Eres tú quién nos miente o son aquellos que hablan por ti en la Tierra? ¿Cómo consientes esta amenaza a la vida de los que te rezan y se encomiendan a ti? ¿Qué oscura maquinación es la que se teje en el seno de tu Iglesia que ha permitido semejante disparate?

Jesús no dijo nada

-¿Hay algo de cierto en tus promesas de salvación?¡Nada! Prometiste a la humanidad la salvación y el perdón si eramos esclavos de tu palabra y ahora es tu palabra y a aquellos que dicen pronunciarla a quienes temo.

*BRUM*

La puerta del templo retumbó como si todo el firmamento hubiese caído sobre ella. Tomás se arrodilló rápidamente, tomando la espada del suelo y colocándola formando una cruz frente a su rostro agachado.

-Señor mío, no soy digno de ti. Perdona a este siervo desesperado que ha pecado de palabra. Perdona a este siervo tuyo arrepentido ¡Arrepentido, arrepentido y mil veces arrepentido! Que no soy yo quién se queja, que es la carne apoderada por el miedo. Pues, Señor mío, lo que he visto esta noche sobrepasaría la entereza de cualquiera. No hay demonio ardiendo en el infierno, ni sombra tan oscura que se asemeje al horror que ha irrumpido en estas tierras. Solo las historias antiguas mencionan atrocidades como esta ¡y por Dios, que me equivoque en mis presagios! ¡Que no sea que las puertas de los primeros abismos han sido abiertas!

*BRUM*

-Señor, Señor, Señor ¿Quién ha permitido esto? No es este horror inexplicable lo que más temo, sino a aquel que lo ha rescatado del olvido. Perdóname, Señor, si peco de nuevo y no hablo con la evidencia, sino con la enajenación de mi mente, mas no me queda otra que señalar a los culpables en el seno de tu Iglesia y a sus viles...

*BRUM*

-¡Señor mío! No te pido la salvación, te pido fuerzas para afrontar al horror y parar esta locura. Dame fuerzas para ayudar a tus fieles y no permitas que el terror me haga huir de nuevo.

*BRUM*

El miedo se apoderó de Tomás, que apretó todos los músculos.

*BRUM*

Levantó el rostro, casi llorando, apretando los dientes. Se agarraba a la fe, que había sido el motor de su vida. Aguantó la mirada al ídolo de madera sádicamente representado, sin hallar respuesta alguna.

*BRUM*

La puerta se abrió ligeramente, dejando pasar una brisa antinatural que entró por su nuca y le heló el alma. Algunos elementos de la barricada habían caído provocando un aparatoso estruendo que se intensificó con la reverberación del templo. Al otro lado podía oírse el crujir de unos huesos, pero con un eco metálico tan afilado que cortaba hasta los tímpanos; acompañaba a este sonido la suave melodía de un muerto chapoteando en una ciénaga.

La estatua de madera que tenía enfrente seguía sin hablar pero, su fe irracional confundió la química con la que el miedo y la adrenalina inundaron su cerebro con una señal divina. Tomó su arma en posición de combate y se encaró a la puerta entreabierta, esperando a la próxima embestida. Estaba a unos pocos segundos de que nada se interpusiese entre él y lo que fuera que estuviera amenazando la vida y la cordura de los seres humanos.

Las luces marchitas de los cirios se avivaron con la corriente que entraba por la puerta danzando nerviosas por las paredes, dibujando sombras atemorizadas que querían huir. El viento gritaba muerto de miedo, como si huyera y le suplicara a él que hiciera lo mismo. Estiró uno a uno los dedos para agarrar más fuerte la espada, sin perder nunca la guardia. La noche era oscura, la noche era negra y el terror no se dejaba ver al otro lado de la puerta. Solo sabía que volvería a golpear y se encontraría frente a pura demencia retorcida. Pero no hubo más golpes y el aire enmudeció.

La vidriera reventó, volando los cristales por todo el templo. Las velas se apagaron y un vomitivo olor acompañó a la oscuridad. Tomás protegió su cabeza de la lluvia de cristales y se dio la vuelta cuando esta terminó. Casi no podía ver nada más allá de la silueta de Cristo en la cruz. Con los ojos bien abiertos y volviendo a levantar su espada, muy nervioso, buscó a su enemigo sin resultados. Daba mandobles sin sentido, de una lado para otro, y su corazón estaba apunto de estallar. Olía a oxido y a rancio, a podrido; como cuando la comida se pone agria pero aplicado a una pila de cadáveres. El estómago se le contraía y las arcadas le entorpecían sus ya nerviosos movimientos. Solo sentía pánico e impotencia.

 Las lágrimas terminaron venciéndole y la fuerza de sus músculos apretados se marchó de golpe, dejándole abatido y desesperado. Tras muchas vueltas dando golpes de espada sin sentido, se dio cuenta de que estaba, una vez más, frente a Cristo crucificado. Los tambores de guerra de su corazón pararon como si una garra fría lo hubiese apretado y el olor no afectaba ya a su estómago contraído. Los huesos metálicos volvían quebrarse junto a la melodía viscosa que los acompañaba. Siguiendo el ritmo del incesante borborigmo metálico, asomaron numerosos e informes dedos tras la cabeza de Jesús; la apretaron, rodeando sus ojos y su boca. Corría por las mejillas del ídolo el mismo aceite negro de la espada de Tomás, goteando en el suelo como un llanto impío. Tanto apretaron la cabeza de madera que terminaron por partirla, cayendo sobre el charco negro que se había formado en el suelo. Alzándose sobre los restos de la estatua, un horror que borró la mente de Tomás se presentó emitiendo un sonido impropio de este mundo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario