Uno de los verdugos que conducía al reo hacia el cadalso tiró de la soga, atada en sus manos, haciéndole caer a un charco de mierda fruto de los excrementos que los vecinos arrojaban por sus fachadas. La multitud de mugrosos, palurdos y desdentados que seguía al reo aprovechó para intensificar el lanzamiento de comida podrida. Resbalando entre barro y heces, el reo se puso en pie y siguió riendo. Su expresión era tal que hizo enmudecer a la gleba y, poco a poco, cesaron sus mofas.
La expresión retorcida del inquisidor Aguilar, acusado y sentenciado por brujería, no me sorprendió nada después de escuchar su repetitivo discurso durante su paseíllo. Hablaba de un lugar llamado Plutón, en el que estructuras de hielo negro se erigían como ciclópeos alfileres que rasgaban un cielo venenoso; de ciudades y reinos separados de nosotros por la eternidad; de estrellas tenebrosas de las que nunca veremos su luz; hablaba del rey de todo, inerte en el centro del universo desde antes del tiempo mismo y hablaba de unos ojos, unos ojos infinitos.
El inquisidor nos hizo creer a todos que era el azote de la brujería hasta que, tras semanas persiguiendo a un aquelarre al que se atribuían graves crímenes, fue encontrado desquiciado, con un cuchillo de hoja flamígera en la mano, retorcido como una serpiente, rodeado por los cadáveres de todos los hombres a su cargo. Desde ese momento comenzó a recitar su infinita retahíla que escuché una y otra vez mientras balanceaba, junto a otros monjes, el incensario tras él camino a su ejecución. Era un verdadero hijo de puta que disfrutaba con cada tortura y se le ponía tiesa quemando mujeres en la hoguera tras rápidos y dudosos juicios. No sentía por él ninguna compasión, incluso antes de saber de su crimen, pero me erizaba la piel con cada una de sus palabras. Miré al cielo, como si evitando ver su figura pudiera obviar sus palabras, mas sentí que el mismísimo Reino de Dios se me caía encima. Miré a los morbosos que contemplaban el espectáculo, miré a una bizca con un saco de papas podridas, a un tuerto que escupía al reo, a una niña llena de roña asustada. Y, entre la multitud, estaban ellas. También me miraban a mí. Me clavaron su mirada y los vi. Vi aquellos ojos, entré en ellos y vi el cosmos. Vi a Dios padre retorciéndose abotargado en el centro de todo y vi a su hijo aguardando entre agujas de hielo. Y reí, por siempre, reí.
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