viernes, 23 de abril de 2021

Pagarás al Rey, servirás a Dios

 

     Un dolor punzante me atraviesa el corazón conforme abro los ojos, entumecido en el suelo y desarmado. “¿Dios mío, dónde estoy?” me repito inmediatamente, una y otra vez hasta que empieza a dolerme la cabeza.

    Frente a mí, un inmenso lago trata de esconderse bajo un manto de niebla que emana de su superficie. Tras el horizonte, dos soles blancos, un blanco perverso más oscuro que el mismo negro, se hunden bajo sus aguas, dejando atrás un cielo amarillo, como de un atardecer mortecino. “¿¡Dios mío, dónde estoy!?”

    Le pido a mi cuerpo un esfuerzo para ponerse en pie. Siento de nuevo como me atraviesan el corazón. ¡Malditos infieles! ¿Qué clase de brujería es esta? No puedo permitirme caer aquí, he de darles caza. Me revuelvo, pongo las manos sobre el suelo para hacer impulso. Los dedos se me hunden en la fina tierra, tierra amarilla. ¿Es azufre sobre lo que me hallo? ¿Es acaso esto el infierno? ¡No! ¡Supercherías baratas! Esos moros, por malignos que fueren, no serían capaces de semejante hechicería. El suelo es de un color más apagado, polvo de color ocre ¡esto no es azufre ni es suelo del infierno!

    Mi fuerza y mi fe consiguen ponerme en pie. Al levantarme, una guerra resuena en mi cabeza y me mareo. Miro al suelo tratando de controlarme, agarrándome las sienes. Veo como la niebla me baña los pies al llegar a la orilla, como olas que se mecen suavemente; es sutil a mi alrededor, mas su manto alargado se hace denso e impenetrable en la lejanía.

    El resplandor de un relámpago me advierte a mi espalda. Al girar, se revela ante mí un espanto que pone a prueba mi valentía. Los nervios agitan mi imaginación sugestionada, tratando de darle forma al horror colosal que se eleva ante mí. Finalmente comprendo que no se trata de un monstruo, por horrible que sea, sino de un burgo tétrico que asoma allá a lo lejos, donde la niebla parece pared inquebrantable. No es ciudad mora ni cristiana, ni por construcción ni por tamaño; pareciera construida por los titanes de los primeros días, pero dudo que hubiera alguno de ellos tan malvado para imaginar esta urbe.

    Desoigo las advertencias de mi sensatez y pongo rumbo a la ciudad de la bruma. Durante el camino, a mi siniestra, los soles terminan de caer, dando paso a una noche que nunca deseé conocer, dejando su lugar en el firmamento a extrañas estrellas negras. El amarillo del cielo sigue inmutable, ignorando día y noche.

    ¡Maldito niño, cómo me dejé engañar! ¿Con qué cara rendiré cuentas ante el rey? ¿Con qué cara lo haré ante Dios? ¡Perdóname, Señor, pues no te he servido bien! Tu favor estaba conmigo y tu justicia en mi espada. Y, aún así, fallé. Los infieles habían caído por docenas, Señor, estaba llevando tu gloria a la casa de tus enemigos, hasta que ese vástago del demonio me engañó. Debí matarlo sin vacilaciones. Me dejé llevar por una falsa misericordia. Mis ojos humanos, imperfectos, vieron a un chiquillo indefenso, en lugar de a un diablillo enemigo de la fe ¡Como si no supiera ya que los moros llevan el mal en la sangre! Me dejé llevar por senderos desconocidos, anduve tras él largo tiempo; pude alcanzarlo en cualquier momento antes de que atravesara la boca abierta en el cañaveral, mas dudé, Señor, dudé.

    Lamentábame por mis acciones y el tiempo desapareció, abandonándome por el camino. Mientras mi mente perseguía de nuevo al chiquillo hasta el agujero en el cañaveral, mis pies llegaron a las puertas derruidas de la ciudad. Que me perdone Dios si me equivoco, pero creo que no hay catedral en nuestro mundo tan alta como las construcciones de esta decrépita urbe. Mi vista solo abarca torres y más torres, que emergen de la niebla y rasgan los cielos amarillos. Torres de paredes lisas, como de una sola pieza, de color negro, un negro triste que no llega a negro; pequeñas ventanas mugrientas, sin ornamentación ninguna, se disponen a lo largo y ancho de las fachadas hasta los puntiagudos y afilados chapiteles, que ensartan cúpulas acebolladas y se ramifican como garras abiertas.

    Me adentro en el burgo, temerario, insensato, dispuesto a perderme por sus calles desconocidas. No hay un vivo aquí, más que polvo, escombro y amasijos de hierro. Cuelgan correas negras entre las torres, que se agrupan entorno a mí como gigantes centinelas de miles de ojos, privando de luz a los lugares por donde paso. Observan como avanzo sin rumbo. Sus cabezas oscuras, irregulares y cornudas, se arremolinan estrechando el cielo ¡son niños jugando con un bicho, esperando a ver qué hace antes de espachurrarlo! Su visión me hace sentir insignificante, mas no es suficiente para frenar mi paso.

    Un terrible e inesperado estruendo, un porrazo sobre el metal, es lo primero que rompe la mortuoria calma. Un hombre ha caído sobre los amasijos de hierro. Lo han debido de arrojar desde lo alto de una de las torres, pero no hay sangre, ni entrañas desparramadas. No alcanzo a ver ningún rasgo en él, ni vestimenta ni desnudez. No es blanco ni negro ni amarillo, solo un hombre que ha caído. Me acerco cauteloso, escudriñando el cuerpo, hasta que un chirrido agónico me para en seco y redirige mi vista hasta lo alto de las torres. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué criatura es la es que estoy viendo? Pareciera un buitre por la envergadura de sus alas desplegadas. Eleva el vuelo hasta posarse sobre las cuerdas que conectan las torres junto a 3 más de sus especie. ¿Son acaso las crías famélicas de una sierpe? ¡No! Sus cuerpos, con una vaga y macabra reminiscencia humana, son los de engendros frutos de la hechicería; su cruel diseño tiene que ser embeleco del maligno. ¡Bajad! ¡Bajad y os daré muerte!

    Para mi interminable asombro, el cuerpo arrojado por las bestias se pone en pie y echa a andar entre las oscuras calles que forman las torres. No parezco importarle a las bestias, que ni siquiera me miran desde su refugio en las alturas, así que decido ir tras el cuerpo andante. ¿A dónde vas, alma en pena? Penetro entre la maraña de piedra. Dobla las esquinas con seguridad, consciente de su destino; yo, que no soy capaz de distinguir el suelo de la pared, me dejo guiar, asumiendo el peor de los destinos.

    Cada vez está más cerca, casi lo alcanzo con los dedos; al doblar la siguiente esquina será mío. Acelero el paso, tuerzo a la izquierda con el brazo ya extendido, esperando darle caza. Al girar vuelvo a ver algo de luz y al muerto enfrente mía. Doy una zancada para atraparlo y, de repente, el muerto cae en picado, como el muñeco de trapo que no está lejos de ser. Lucho contra mi propio cuerpo para no seguir su destino, quedándome al borde del precipicio. El cuerpo inerte cae hacia las oscuras profundidades, golpeándose con los salientes y desapareciendo en la oscuridad. La ciudad se ha hundido en un abismo negro, un agujero abierto en la tierra de, al menos, dos leguas de ancho, rodeado de niebla y torres puntiagudas por todos los puntos cardinales .


    Un camino estrecho, teñido de amarillo, desciende hasta el fondo formando una espiral. Mirando al abismo, el recuerdo de una puerta me azota la mete. ¡El pecho, me arde ahora como hoguera! Recuerdo una casa cochambrosa, a medio encalar, solitaria, al otro lado del cañaveral. El niño al que sigo atraviesa una puerta oscura. Sobre ella, hay pintada una espiral amarilla. Nunca debí atravesarla. Una emboscada barata de mis enemigos, que me ensartan con lanzas nada más atravieso el umbral. Entran por las costillas, cada una por un lado, perforan pulmones y corazón y salen por el otro. No me sorprendo. Solo maldigo mi estupidez y la piedad inmerecida que mostré al hijo del Maligno. Esa pequeña rata está enfrente mía, viendo como me sale la sangre a borbotones por el pecho y la boca. ¡No te asustes ahora, maldito, que me has ganado! Se esconde tras una mujer sentada en una butaca de mimbre, bajo huesos y abalorios que cuelgan del techo. La luz de cuatro velas es lo único que los ilumina. La mujer, que viste una máscara pálida que me mira entre la indiferencia y la lástima, pasa con respeto las páginas de un libro, mientras lee en su pérfida lengua.


    Durante eones he estado bajando por la espiral, penetrando en el oscuro abismo sin comer ni beber ni sentir la necesidad de ello, y por fin he alcanzado el centro. Una puerta metálica corroída me espera solitaria, en silencio. Al encaminarme hacia ella, se abre por su propia voluntad, revelando sus entrañas.

    Durante la eternidad que he caminado por lo desconocido, nada ha frenado mis pasos. Hasta ahora. He hallado al cuerpo sin vida que perseguí por la ciudad hace mucho tiempo, sí, pero acompañado por millares de millones como él. Legiones de cuerpos errantes formando en un páramo de hierro. En sus rostros vacíos se ve la inmensidad del firmamento y, a pesar de haberlos por millones, me invade una dolorosa soledad.

    Este debe de ser el lugar más cruel de todo el Universo. Caen truenos y relámpagos, pero no lo hacen desde el cielo: nacen y mueren en esferas de cristal, ensartadas en mástiles de acero que rodean al ejército sin vida. Llamaradas del tamaño de diez hombres se mecen con violencia, gritos descarnados me hacen temblar, sintiendo un escalofrío que me recorre el espinazo. Provienen de hornos, calderos y viles ingenios donde las almas en pena se abrasan, hacinadas las unas sobre las otras, retorciéndose en la mayor de las calamidades.

    Bajo los pies de los muertos, el suelo se mueve, acercándolos y distribuyéndolos por las distintas calderas. Allí, seres de pesadilla, con cabeza de pájaro y cerdo unos, con el pecho abierto y atravesados por clavos y alambres otros, embutidos en túnicas sucias de extraño material, los toman y los introducen en las ciclópeas máquinas de tortura sin encontrar resistencia alguna. Al ser pasto de las llamas, su cascarón se agrieta y deshace, liberando sus almas, que chillan con terrible dolor mientras sus verdugos toman notas en cuadernos y describen su sufrimiento con detalle. Bandadas de las bestias famélicas que vi en el exterior sobrevuelan la escena del espanto, recogen las almas a la señal de los verdugos y las cuelgan de cadenas que se suspenden sobre los hornos hasta perderse en el cielo negro. ¿Qué pecados habrán cometido para sufrir semejante castigo? ¿Los mismos que yo? Sí, así ha de ser. Desde luego que esa hechicera no pudo conjurarse con el infierno para enviarme allí. No puede ser este otro lugar que el purgatorio. He muerto por el acero y he de cumplir penitencia antes de volver a servir a Dios.

    Mi alma debe de ser expiada, solo así podré cumplir con el Padre. Mas tengo miedo, auténtico pavor, y, antes de que llegue mi turno, con un reflejo aterrorizado, salgo corriendo, arramblando a los incontables muertos que encuentro a mi paso. Atravieso el páramo del horror, huyendo como un cobarde, tapándome los oídos sin mucho resultado. El aceite mezclado con la sangre salpica de las calderas y me cae como una tormenta de verano; las llamas que expían a las almas son tan grandes que me alcanzan en su vaivén y me derriten la piel. Al fin llego hasta a una nueva puerta de oro y hierro oxidado, que también se abre a su voluntad con mi mera presencia. Al cerrarse, todo el sufrimiento queda silenciado al otro lado, como si no existiera, como si hubiera un mundo entre nosotros. Subo por unas estrechas escaleras aguanosas, sin dejar de mirar atrás a cada instante. Me da más miedo si cabe que hayan omitido mi huida y hordas de guardianes del purgatorio, y hasta la mismísima Virgen del Carmen, no vengan para apresarme.

    A lado y lado de las escaleras parpadean pequeñas luces de colores. Sobre las paredes de la gruta, entre las lucecitas, cuelgan planchas de vidrio. Tras un murmullo, un resplandor ilumina una de ellas. Veo algo que no puede estar allí. Parece una ventana a otro mundo pero, tras el vidrio, solo hay roca. Un ser que no alcanzo a describir muere a manos de otro de su misma especie. El cristal de al lado también se ilumina, mostrando a un anciano falleciendo en su lecho; en el siguiente, veo morir por centenares a soldados de una guerra entre seres alados. Los laterales de la escalera se llenan de ventanas hacia la muerte en todos los mundos. Veo todas las formas de matar y de morir, veo a todos los fallecidos del universo... y a todos ellos se los traga la niebla y los arrastra hasta la orilla de un lago bajo un cielo amarillo. Escucho sus lamentos y maldiciones en todas las lenguas habidas. A pesar de terrible alboroto, las comprendo, siento el dolor infinito, aprendo la lengua de mis enemigos. ¡Pagarás todo el daño que has hecho rindiendo cuentas al rey! dicen. Subo las escaleras, huyendo de las palabras.


    ¡Has matado a mi mama! ¡A mi papa! repetía una y otra vez aquel chiquillo, entre un llanto desconsolado. Acompañado por su agonía he hecho un largo camino, desde que atravesara el cañaveral, hasta que Aldebarán me indicara el camino hacia las Híades y despertara junto al lago. He llegado al final de la escalera, al otro lado me espera un salón abierto de par en par, vacío y decadente, con las paredes manchadas de humedad cayéndose a cachos. Cruzo el umbral y las lanzas me vuelven a atravesar el pecho. Esta vez duelen más que la misma muerte y no puedo evitar caer al suelo, hincar la rodilla. No me atrevo a alzar la cabeza, sé que está aquí. Mirando hacia arriba lo veo en toda su grandeza, sentado en su trono, con su corona de hojalata y sus ropajes amarillos hechos jirones. Bajo ellos, asoma la locura indescriptible. El señor del ingenio de la muerte, el rey innombrable al que serviré por cien eternidades. Es Dios mismo quien está frente a mí. ¡Padre, Padre! ¡He venido para servirte!

    Ya conozco mi paradero y conozco mi destino. Ya tienen sentido las palabras que leyó de aquel libro la hechicera:


Emerge de la niebla cuando los soles se hundan,

camina entre los muertos, busca sus andrajosas ropas.

¡Que el descanso de tu alma sea penitencia y tortura,

que tu sombra vague eterna por las ruinas de Carcosa!