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El Purgatorio, de Cristobal Rojas. |
I
Recuerdo la mosca pegajosa dando por saco. Se me ponía en la boca, corría hacia la nariz, volaba hasta mis cejas, bajaba por las cuencas junto a las gotas de sudor... Sus patas diminutas correteándome la cara eran una tortura. Trataba de espantarla meneando la cabeza, cada vez con más violencia y hartazgo, pero la muy hija de puta volvía otra vez, sin dar tregua. Llegó un momento en el que ni haciendo eso se iba; tenía que poner la boca de mil maneras extrañas para soplar en su dirección e intentar espantarla. Si hubiera tenido las manos libres, le hubiera dado un palmetazo y me la hubiese quitado de en medio rápido, pero las tenía cargadas con dos cántaros llenos de aceite y no tenía un segundo para pararme.
Se me iban a descoyunturar* los hombros, parecía una campana dando tumbos; por lo menos estaba equilibrada. Tenía que ser la risión de todo el que me viera, andando a toda prisa pero con pasitos cortos, por un camino lleno de piedras, tratando de alcanzar a mi madre, que corría como una liebre ¡la muy condenada!
Vestida con su sayo negro por el luto de mi padre, andaba ligero como un chiquillo, usándome a mí de mula. Solo se paró un segundo cuando las campanas de la iglesia tocaron a muerto, preguntándose quién sería y pensando en que tendría la obligación de enterarse y dar el pésame a quién fuera; pero rápidamente retomó la marcha al recordar que su cometido era más importante. Tenía un destino fijo: la ermita de las ánimas benditas a echar una manda, como todas las viejas que no tenían a dónde agarrarse.
Las ánimas benditas eran las almas del purgatorio. Buscando expiar sus pecados y poner fin a su castigo, eran capaces de conseguir imposibles para aquel que les rezara y pidiera su ayuda. Pero, a cambio, pedían una ofrenda y una penitencia ¡y pobre de quién no cumpliera! Bueno, eso era lo que contaban.
Todos en este pueblo se encomendaban en algún momento a ellas. Se encendían velas y mariposas en su ermita y en los caminos, levantando altares por ellas; había hasta quién los picaba en la fachada de sus casas. La cuestión es que la devoción y el miedo son una cosa muy parecida. Desde pequeña siempre me habían amenazado con la llegada de las ánimas para que me portara bien. A mí y a todos los niños. Nos decían que podían escuchar nuestros pensamientos y castigarnos si les ofendían; nos asustaban con su eterno entierro, que se aparecía a quienes les daban las doce de la noche en un cruce de caminos para llevarse su alma... A mí, la verdad, siempre me habían parecido unas hijas de puta que tenían amenazado a todo el pueblo.
Tras un buen rato subiendo por la Rambla de las Cruces, se asomó tras un recodo el arco bajito que daba paso a las ánimas. Mi madre me esperaba junto al muro, impaciente, aunque no llevara ni diez segundos allí. “¡Venga, niña! Que te pesa el culo ¡con lo joven que eres!” me gritaba, pero en voz bajita, sin darme derecho a réplica, ya que me mandó callar en cuanto cruzamos el arco. Una buena sombra cubría el lugar y la temperatura pareció bajar de golpe. Aquel rincón apartado del camino era más húmedo y gris que todo a su alrededor, aunque todo seguía lleno de moscas.
Aquel lugar siempre me encogía el estómago. Era un velatorio perpetuo en el que siempre había cinco o seis viejas guardando silencio sepulcral. Como si velaran al muerto o como si esperaran a que el sepulturero metiera la caja en el nicho, se congregaban cabizbajas, con la pena dibujada en sus rostros, en torno a una casetilla de piedra en la que no entraba una persona de pie.
Avanzaba despacio, detrás de mi madre, mirando con respeto a mis vecinas, absortas en sus rezos. Un gesto en silencio de mi madre sirvió para regañarme y meterme prisa. La puerta metálica de la ermita estaba repleta de flores, velas, mariposas y otras ofrendas; me acerqué y dejé los cántaros de aceite junto a la plasta de cera de las velas. Mis brazos dormidos lo agradecieron.
Por la parte superior de la puerta metálica podía verse, con dificultad, el interior de la ermita, a través de unas pequeñas rejas. Entornando los ojos, se distinguían varias estampas enmarcadas sobre una mesa. Sus dibujos mostraban a las almas del purgatorio quemándose y sufriendo en su penitencia, retorciéndose entre las llamas, con los brazos estirados, anhelando llegar al cielo. Sobre algunas estampas había marcas amarillas, como si estuvieran pintadas con los mismos dedos. Había también dibujos de santas u otros motivos religiosos que poco tenían que ver allí, pero que el culto ignorante del pueblo había añadido con cierta aleatoriedad. Mi madre se agarró con una mano a la reja y rezó para sus adentros. Movía los labios ligeramente al compás de sus pensamientos, pero no lo suficiente para averiguar que decía. Hacía poco tiempo que mi padre faltaba en mi casa pero, nos supimos apañar bien; así que, en aquel momento, no alcazaba a imaginar cual sería la preocupación que llevó a mi madre a recurrir a aquellos espíritus vengativos.
Hecha la plegaria, mi madre me agarró y salimos de allí. Volvimos en silencio, pero a paso más calmado. Allí se quedó el aceite. Estuvimos a base de caldo, cocinado una y otra vez hasta hacerlo agua, para poder pagarlo. Las vecinas usarían una parte para mantener encendidas las mariposas y se quedarían el resto ¡qué hijas de puta! Ahora que tenía las manos libres, ninguna mosca se atrevía a darme por saco.
Bajando por el camino de la rambla, las casas se amontonaban a distintas alturas a uno y a otro lado. Las calles subían por cuestas, estrechas e irregulares, formando una maraña de viviendas muy particular donde era fácil esconderse. Nos cruzamos, a mitad de camino, con la comitiva del muerto por el que tocaron las campanas; subían la rambla hacia el cementerio y nos echamos a un lado por respeto. Por fisgonear y enterarnos de quién se había muerto también. Conforme nos pasaban, íbamos dando el pésame “lo siento mucho”, “en paz descanse”, “salud pa sentirlo*”.
Estando mi madre ocupada, me di cuenta de la altura en la que estábamos y me recorrió una alegría espontánea el cuerpo. Sin moverme de allí, busqué con la mirada por las terrazas, las ventanas, los callejones. Por algún lado aparecería. Sabía que la iba a ver de camino a lavar la ropa, al mercado o a lo que fuera. Imaginaba la sorpresa que se llevaría al verme y me inundaba la felicidad. Me sugestioné tanto a mí misma que casi pego un grito cuando la encontré, con su pelo de cobre y con su canasto, despistada de camino a su casa. Seguía andando sin darse cuenta y tuve que chistarle para que no se escapara. Miró sin esperárselo y, cuando me vio, se puso roja y se llevó la mano al pecho. Yo la saludé con normalidad, disimulando, como siempre:
-Buenas tardes, Isabelita – traté de mantenerme serie, aún seguía el muerto pasando a nuestro lado.
-Buenas tardes – casi no le salían las palabras. Cada vez se ponía más colorada y tenía la cara invadida por una sonrisa.- En paz descanse – dijo también al ver al muerto.
-Vamos a recogernos a la casa. Vaya usted con Dios – Se me terminó escapando un poco la risa.
Me quedé mirando como seguía su camino. Ella se volvía a cada momento, mirándome feliz, mientras se perdía entre los callejones. Al volver la vista al frente, vi como la comitiva del muerto se marchaba camino al cementerio. Terminé de girar la cara y, sin previo aviso, una bofetada me borró la sonrisa.
-¿Qué he hecho yo, María del Carmen? ¿Qué he hecho yo? - me quedé blanca y en silencio. “¿Tan irrespetuosa he sido con el muerto” pensé. Mi madre temblaba de la rabia y se le estaban saltando las lágrimas - ¿Qué he hecho yo, Señor mío, para que me hayas dado a una hija que no es mujer ni lo quiere ser?
*Descoyunturar: dislocar
II
Los tratos con las ánimas no son justos.
No revelo nada nuevo si os digo que siempre fuimos pobres. Siempre fuimos pobres, pero nunca nos faltó para unas bauchas*. Quizás me dejaron corretear de niña estos caminos descalza, pero nunca por necesidad. Aquello no resultaba tan doloroso como humillante.
Desde pequeña siempre me había encantado la fiesta de San Marcos. Los tambores, la algarabía... todos los años esperaba ansiosa a que llegara esta fiesta para corretear detrás del santo, ver a mis padres alegres, beber vino a escondidas... nunca me imaginé que un día estaría siguiendo la procesión descalza, pisoteada, bajo la vigilancia de mi madre, quien compartía penitencia conmigo, pero con más gusto que yo, desde luego.
Los chiquillos corrían a los lados del camino con sus caballicos de madera, la gente se arremolinaba en torno al santo y algunos, los más pudientes, se estiraban como podían para colgarle cosas al santo, hasta saquillos con dinero. Los jóvenes de mi edad se juntaban en corrillos y se apartaban de la procesión aprovechando el tumulto. “¡Que no se te haga de noche y te vayan a salir las ánimas por el camino!” gritaba una madre comprensiva, pero preocupada, al pillar a su hijo que se marchaba con sus amigos. Quería estar ahí, quería reírme como siempre y no estar formando parte de este humillante pacto de magia negra en el que me había metido mi madre. Ya me daban igual las piedras del camino, los exaltados que me pisaban tratando de acercarse al santo como locos, solo quería irme, irme y llorar. Y llorar fue lo que hice.
Nos paramos tras una encrucijada perfecta que formaba la Rambla de la Cruces. Los labradores aprovecharon para lanzar sus “¡viva San Marcos!” con mayor potencia, frecuencia y desafino, junto a otras loas. Estando quietas no sabía hacia dónde mirar; alzaba la cabeza para que no me cayeran las lágrimas, hasta que los ojos se me inundaban; entonces, miraba a otro lado para que mis lágrimas cayeran y volver a empezar el proceso. Lo importante era no cruzar la mirada con nadie, sobre todo con mi madre.
-¡Buenos días, doña Carmen! - Una voz de hombre se dirigió a mi madre.
-¡Ay mi niño, que no te he conocido! Aquí estoy, con mi hija. - respondió en un tono alegre impropio de ella.
-Ya la veo ¡tan guapa como la madre! - incliné la mirada con lentitud hacia él, sin dejar de caer del todo la cabeza; a la vez, sin pensarlo, el labio superior se me contrajo, dejando ver parte de mis dientes. El muchacho me sonreía con los ojos entornados y los carrillos colorados; la peste a vino ya me la imaginé yo.
-Pues soltera la tengo, ya lo sabes- bastaron esas palabras para que volviera a apartar la mirada. No quería escuchar ni una palabra de aquella conversación que me producía dolor de barriga.
La procesión arrancó de nuevo, entrando en su tramo final, camino a la iglesia. Buscaba un entretenimiento fijándome en los niños comiendo roscos y los labradores borrachos descamisados. Mucha gente esperaba al santo en la esquina de la calle de la iglesia, subidos en las tapias, encaramados en la muralla... Detrás de un carromato, entre la muchedumbre, vi su pelo cobrizo, su larga y lacia melena. Era ella. Casi me pongo a llorar de nuevo de los nervios. No la veía desde hacía 8 meses, cuando bajaba de las ánimas. El mundo se desvaneció para mí. Se apoderó de mí la ansiedad y un terrible deseo de salir corriendo. Aguanté como pude, respirando hondo, ajena a todo lo que pasaba a mi al rededor. El santo se metió en la iglesia y ella cogió el camino hacia la Rambla de las Cruces, la perdí de vista. Volví en ese momento a la realidad, escuché de nuevo la algarabía y miré a mi al rededor. El maromo con el que hablaba mi madre ya no estaba.
-Madre, ya se ha recogido San Marcos. ¿Puedo ir a la fuente a lavarme los pies? - mi madre dudó, mostrándome su mejor cara de asco. Sin embargo, tras haber aguantado toda la procesión sin rechistar, pareció haber recuperado algo de confianza en mí y me dio permiso con un “¡venga, vete! Tira pa la casa después derecha”
Me di la vuelta y me abrí paso entre la gente, tratando de mantener la calma para que mi madre no sospechara. Cuando salí de entre el gentío, las piernas me iban a ritmos distintos de las ansias que tenía. No eché a correr hasta que calculé que mi madre ya no me vería. Subí la rambla hacia la fuente imaginándome todas las situaciones posibles. Me daba miedo que se me escapara, me daba miedo encontrármela. Ninguno de los rápidos supuestos que planteé en mi cabeza sirvieron, ya que los olvidé todos cuando la vi pasar, junto a su familia, a la altura de la mentada fuente. Me frené, no sé si por miedo de que me viera la familia o miedo de afrontar la situación. Se le encogieron todos los músculos de la cara cuando me vio y casi se tropieza sola. Recuperó rápido la compostura, avisó a los suyos de que se iba a parar en la fuente y que luego iría a la casa. No me acerqué hasta que no se perdió su familia entre la maraña de casas.
-¿No dices na? - Siempre había sido yo la más echailla palante. Que empezara ella la conversación, y lo hiciera de esa forma tan seca, me intimidó.
-Es que no sé si tu familia sabe lo mismo que mi madre.
-No son tan avispaos. Sigo siendo su niña y no se preocupan porque no quiera novios. Y tampoco son tan malos como tu madre.
Asentí con la cabeza, sin mirarla a los ojos. Pensé en como continuar, pero el silencio se hizo demasiado largo y volvió a arrancar ella:
-¿La manda? - me señaló los pies descalzos. – Normalmente se va a una romería a otro pueblo, a Río Chico o algo. Nunca lo había visto aquí, hasta pa eso es mala tu madre.
-Es que mi padre era muy devoto de San Marcos.
-Ya.
Hasta el bullicio de la fiesta se había callado. Estaba siendo muy difícil; las dos teníamos la manos prietas y nos hablábamos a casi dos metros. Pero yo sabía que, aunque tratara de parecer más dispuesta que yo, nos sentíamos igual. Tenía miedo, tenía mucho miedo de no saber romper la barrera que nos habíamos puesto, aún sabiendo que ninguna era culpable. A la mierda, pensé:
-Te echo de menos, prenda.
-Pues ya lo sé ¿Y qué te digo yo?
-No sé. Cualquier cosa que no sea un navajazo en el pecho.
-Mari Carmen, que no hemos hecho nada por vernos en este tiempo. ¿Qué te esperabas?
-Isabelita, por Dios, que en verdad te lo digo, que me mata mi madre.
-¿Y es que no lo sabíamos, María del Carmen? ¡Me cago en Dios y en to los santos! Que hace ocho meses que te vi bajando de las ánimas y no nos hemos vuelto ni a cruzar. Vamos a hacernos a la idea ya.
-Prenda mía, que me muero pensando en ti. Que te quiero.
-¿Y es que yo no te quiero? ¿Es que no me muero yo de la pena también? ¡Que tu madre nos ha pillao, Mari Carmen!¡Que le está pidiendo a las ánimas un novio pa ti! ¡Te va a casar en cuatro días con el primero que pregunte! Mucho es que no ha ido a contarle nada a la mía.
-¡Isabel, ya lo sé! Pero no me trates como si tuviera yo la culpa.
Noté como sus ojos se estremecían. Su rostro pedía ayuda y su cuerpo se hizo débil. Comprendí su actitud y supe con certeza que su deseo era el mismo que el mío, y el miedo también. La debilidad que vi en ella se sumó a la mía. Mi mente se fue un segundo a acariciarla, a un sitio y un tiempo donde podíamos acercarnos sin temor. Mis dedos se frotaban solos entre ellos, tratando de hacer real aquel pensamiento. Las campanas de la iglesia, sonando lenta y solemnemente, me la arrebataron de mis brazos.
-¡Qué pena morirse en San Marcos! - me dijo, con la voz carrasposa.
-Que pena morirse estando viva.
- Vámonos – Esa solitaria palabra chasqueó en mi cabeza como un látigo. Me espabiló y miré al frente con los ojos bien abiertos. Mi respuesta era sí, sí, sí y mil veces sí, pero me había descolocado completamente y mi boca no respondía a mis deseos. Se me había olvidado hablar, casi me caigo al suelo.
Isabel se dio la vuelta. Aún no me había recompuesto de su proposición y no entendía este nuevo giro en el guion. ¿Se había arrepentido de golpe? Me esforcé en recuperar el control de mi cuerpo; las palabras aún no me salían, pero tragué saliva y me vi capaz de pronunciar un “¿a dónde vas?”. Alcé mi brazo para acompañar a la frase, mas no pude; no por el descontrol de mi cuerpo, sino porque una mano fuerte me agarró por detrás.
-¡Mari Carmen! Que me había dicho tu madre que estabas por aquí. Vente, que están repartiendo migas en la plaza.
Era el maromo con el que estuvo hablando mi madre. Me espabilé de golpe, tiré del brazo y me zafé de él
-¡No, no, déjame! Tengo los pies reventaicos y quiero na más que tumbarme. Que te invite mi madre otro día a migas – lo sorteé por su derecha, en la dirección contraria a la de Isabel. El movimiento fue automático. Eché para adelante deprisa, mirando de reojillo, pero sin darme la vuelta, tratando de ver hacia dónde iba Isabel.
-¡Venga, que es San Marcos! ¡Y te lo tienes merecío, mujer! ¡Vamos a disfrutar una poquita! - cuando vi que había suficiente espacio entre los dos volví a mirar hacia atrás. Ya no estaba, no la veía por ninguna parte. El capullo este seguía hablando. No lo estaba escuchando, pero me ponía nerviosa.
-¡De verdad, de verdad! Que estoy cansada y no estoy para el follón que habrá allí – giré hacia la derecha, subiendo una cuesta hacia mi casa. No mantenía la vista quieta en ningún punto buscando a Isabel, controlando al maromo, mirando mi camino. De tanto que quería abarcar, no veía nada; por eso no se decir en que momento vi pasar a mi madre detrás del tipo este, subiendo la rambla en la misma dirección que lo hizo Isabel. Subía con la misma decisión que lo hizo el día que fuimos a las ánimas.
-¡Venga, Mari Carmen!
-¡Que me dejes! ¡Que me dejes en paz!
Subí la cuesta con la intención de perderme entre las casas y dar la vuelta. En la primera esquina que doblé, eché a correr como loca. No sabía si el maromo me seguía. No sabía por qué esquinas doblar ni sabía hacia dónde me dirigía exactamente; eran decisiones que se me hacían mundos pero tenía que tomar sin pensarlas.
Me encaminé hacia la puerta de su casa. Se me salían los pulmones por la boca cuando llegué. Al acercarme a su ventana traté de controlar la respiración para no llamar la atención. Escuché a su padre, a su madre, a los hermanos... pero ella no estaba allí. Me puse encendida de nuevo y subí como las liebres, paralela a la rambla, asomándome en cada callejón a ver si la veía. Casi me da un infarto cuando vi a mi madre subir desde la rambla por la calle a la que me asomé. Me escondí hasta que pasó de largo, agarrándose la pechera y con aún más ardiles** que antes. Cuando desapareció de mi vista, cogí el camino que había dejado ella, cerca ya de las ánimas.
No llegué a la rambla. El mundo entero se me cayó en lo alto y me tiró al suelo. Cien mil puñales me atravesaron el corazón y el cuerpo se me deshizo. Me vino el llanto y el vómito a la vez, como un torrente de fuego por dentro, pero ni eso pude hacer, se ahogaron en un grito sordo que me asfixiaba. El cuerpo entero se me había cerrado y dejé de ser consciente de mi ser. En mitad de la rambla, tirada en el suelo bocabajo, yacía con la cabeza abierta la única persona a la que he amado. Su pelo cobrizo ensangrentado, como la piedra que había a su lado.
Al final pude vomitar. Vomitar y llorar. Respirar aún no. Una mano fuerte me agarró del brazo, me levantó y se me llevó. Los tratos con las ánimas no son justos, pero cumplen.
*Bauchas: babuchas, calzado de origen árabe
**Ardiles, con ardiles: rápido, con agilidad.
III
Silencio. Silencio era todo lo que había. Silencio y frío. Un frío húmedo que se te metía en los huesos. Me daba igual. Las estrellas brillaban amenazantes en la noche, extrañas, sobre el techo de un decorado que parecía derrumbarse. Con la mirada al frente y el cuerpo mustio, como si me hubieran cuajado sangre de las venas, esperaba en aquel cruce cualquier cosa que bajara por la rambla. Pero todavía no era hora.
Sin hacer ruido, me vi emboscada por una niebla que inundó toda la calle. Me aisló sin darme cuenta y me arrancó del mundo, aún bajo la amenaza del cielo. No había vida donde me llevaron y yo estaba muerta ya. No había otra cosa allí más que las cadenas, que ya tintineaban a lo lejos. Era difícil de saber, pues allí no había tiempo, pero todavía no era hora.
Las olas neblinosas trajeron un olor a incienso y a carne quemada. Entre la bruma, borrosos candiles asomaron en lo alto de la rambla, o abriéndose paso entre las estrellas y planetas, no estoy segura. Pronunciaban mi nombre, una voz que sembró en mis adentros asco, tentación, ira, curiosidad; una amalgama que se tradujo en un andar parsimonioso. Agarrándome las faldas, di un paso al frente. Me llamaban. Pero todavía no era hora.
-¿Hija mía, otra vez aquí? - mi madre. La niebla se hizo menos densa de golpe. Me acarició la cara con dulzura. La sangre cuajada de mis venas de hizo fuego ¡qué asco me dio! – Tú no estás pa esto, vida mía. ¡Que nos vas a dar un disgusto! – con delicadeza, su mano bajó de mi cara hasta mi barriga, que ya estaba enorme. Me tapó con una toca, me echó la mano al hombro y fuimos poquito a poco.
¡Qué contenta estaba ahora con su niña! Aunque su niña ahora fuera una loca que se escapaba por las noches, mustia y taciturna, ella estaba contenta así. ¡Le daba igual! ¡Les daba igual lo que habían hecho conmigo! Les daba igual porque ya estaba casada y preñada, como tenía que ser. Como mucho, sentían lástima de que estuviera malica de los nervios. ¡Angelica! Ahora sí tenía motivos para cuidar de su hija, de la que estaba tan orgullosa.
Llegamos a la casa y, como si fuera de porcelana, me ayudó a cruzar el umbral, hablándome como si fuera tonta. Estaba la puerta abierta todavía cuando las campanas de la iglesia daban la hora. Una dos, tres... Mientras mi madre tiraba de mi, dejé caer la cabeza hacia atrás, contando las campanadas. Cuatro, cinco, seis... Una vez dentro, mi madre me dio un beso, que se me hizo un navajazo en la cara. Siete, ocho, nueve... Me llevó hasta la silla y fue a cerrar la puerta. Diez, once, doce. El portazo que dio acalló el lamentó que venía de la calle.
A la mañana siguiente permanecí horas despierta en la cama, sin intención alguna de vivir o desarrollar cualquier actividad, como cada día. Dormía en un altillo junto a ese tipo que era mi marido. Se levantaba con el gallo y se iba a la labranza. Mi madre, satisfecha de tener a la hija casada y preñada, se ocupaba de mis obligaciones de mujer. A él no le importaba; mientras tuviera un plato de comida en la mesa, le daba igual quién se lo preparara. La única que se quejaba era la criatura que llevaba dentro. Se retorcía exigiendo alimento y algo de apego a la vida por mi parte; yo solo miraba al techo, sin importarme el trascurso del tiempo, imaginando que se desplomaba y nos llevaba a todos por delante.
La luz de la mañana rompió mi mortuoria paz.
-¡Venga, niña! - Estaba tan absorta que no escuché a mi madre ni subir la escalera, ni andar delante mía, ni abrir la ventana. Dormía en la parte baja, junto a los fogones, porque ya estaba muy mayor para andar subiendo y bajando escaleras; pero se plantaba en el altillo con muchos ardiles cada vez que le daba la gana, y sin quejarse; mientras que yo me iba dando con la panza en cada peldaño y me pesaba el crío como un muerto (y, de algún modo, así lo era).
Con insistencia y una irritable alegría, me obligó a salir de la cama y a alistarme con bulla. Se le había antojado que hoy era un día para dar gracias y, sin poder digerirlo, más de un año después, me vi de nuevo frente a la ermita de la ánimas, para agradecer todo lo que habían hecho por nosotras. Para agradecer que había perdido todo el control sobre mi persona, que el amor de mi vida yacía en un nicho con la cabeza partida, que un hombre al que repudiaba me había violado, preñándome de una criatura a la que no tenía forma alguna de querer y que habíamos pasado hambre para poder llenar los puñeteros cántaros de aceite. La gratitud de mi madre era ofensiva; tan seria y enfadada la primera vez que vinimos y tan contenta ahora, porque su hija ya era una mujer, aunque fuera un despojo. Estaba contenta y agradecida porque yo estaba destruida ¡ese había sido su deseo! No podía sentir más que odio por semejante bicha. De haber tenido capacidad alguna de hacer algo, le hubiera escupido en la cara allí mismo. ¡Me hubiera sacado la maldición de mi vientre con mis manos y se lo hubiera dado ensangrentado! “Si esto es lo que querían, ¡que se lo quedaran!” pensé, mientras lo que llevaba dentro parecía protestar. “Ánimas benditas, una manda debería echar ¿pero qué os pido yo? Porque la penitencia ya la llevo hecha, y no sé si tendréis que ver algo ¡Llevaos lo que habéis traído y devolvedme lo que os habéis llevado! ¡Qué pena más grande, Dios mío! ¡Qué pena más grande desde que me trajeron aquí!” seguía cavilando con odio, haciendo que la impotencia se adueñara de mi inerme cuerpo.
Las moscas del lugar me asediaron la cara con violencia y, una vez más, no tenía medios para espantarlas, aunque esta vez tuviera las manos libres. Eso tan simple alimentó sobremanera mi frustración y, como todos los días de mi vida desde hacía ya más de un año, lloré. Lloré porque aún no sabía de otra herramienta para defenderme.
Esa noche me volví a levantar, sin pensarlo, sin intención, sin objetivo claro. Al ponerme de pie me di cuenta de que el tipo que me preñó y solía dormir conmigo no había vuelto. No era la primera vez que se quedaba hartándose de vino y se quedaba dormido entre los bancales, para aparecer borracho en mitad de la noche. Bajé despacio, evitando que los crujidos de la escalera montaran gran escándalo. Abajo, mi madre dormía con la boca abierta y el labio inferior metido para adentro, como si le desapareciera la quijada al conciliar el sueño. No tardaría más de diez minutos en darse cuenta de que me había ido y vendría a buscarme. Esa era nuestra rutina casi diaria.
Al salir a la calle vi venir a lo lejos a un borracho dando tumbos, con la azada al hombro, el mancaje en la otra mano y el resto de aperos colgando de la cintura amarrados a una guita. Se paró confuso cuando estaba cerca, entornando los ojos y concentrándose para verme bien.
-¡Ay, mi criaturica! ¡Que ha salido a recibir a su padre! - el borracho, ese hombre al que llamaban mi marido, se lanzó de inmediato a agarrarme la barriga, trastabillando y dejando caer la azada al suelo. Con la mano que dejó libre continuó apretándome la panza, mientras balbuceaba cosas intranscribibles con el habitual tono para tontos que se les pone a los bebés.
Calló de golpe y, tras pensarlo un poco, arrastró su mano desde mi barriga hasta uno de mis pechos, dándome un pellizco rápido que hizo que me apartara de un sobresalto y me encogiera.
-¿Y la madre? ¿No se alegra de verme? - Se rio de una forma muy fea. Tenía los ojos medio cerrados y le costaba trabajo mantener los dos mirando al mismo sitio -¿Qué pasa? ¡A ver si no te va a poder tocar tu marido? - alargó la mano para tocarme la barbilla, volví a encogerme -¡Cucha! ¡Ni que te diera asco! ¿Me vas a tener también a palo seco después de parir? Que yo no quiero tener que estar de putas teniendo una mujer ¡que son muy caras! - Se rio de manera aún más asquerosa, dejando hilitos de saliva densa y blanca entre los labios. Se quedó callado con ese gesto, esforzándose en respirar con ritmo y orden – Si fuera la bollera esa sí que dejabas que te tocara ¿a que sí?
Los cien mil viejos puñales de una tarde de San Marcos me atravesaron de dentro a fuera y de mis venas brotó fuego. Un fuego que me rescató de mi estupor. Abrí los ojos como hacía más de un año que no podía y quise rajarle el cuello con la mirada.
-¿Es que no soy hombre bastante como pa que te olvides? ¿Qué clase de macho necesitas? ¡Dímelo, que yo no sé! - Bajé la mirada un segundo para controlar el fuego. Entre los aperos llevaba un hoz -¡A ver si te crees que ella no estará catando buenas pollas en el infierno!
Eché mano a la guita como un reflejo. No reaccionó. De un movimiento le arranqué la hoz, del segundo se la clavé en el costado. Se quedó como tonto, yo también. Durante un largo segundo no sucedió nada. Cuando asimiló lo ocurrido, engurruñó la frente y me pegó en la cara con el mancaje que tenía en la mano. No sentí otra cosa que el fuego que me corría las venas avivándose. Le saqué la hoz del costado y le rajé el cuello, ahora sí. Dio un pasó hacia atrás, se tropezó consigo mismo y cayó al suelo, sangrando a chorros. Salté sobre él y, con tranquilidad, me aseguré de que no se levantara. Continué mi camino.
Mis pies me llevaron a la misma encrucijada de siempre, con la mirada puesta en lo alto de la rambla. El fuego de mis venas se apaciguó, incluso llegué a sentir cierta paz. Estaba preparada para esperar una vez más.
Silencio. Silencio y un frío húmedo que me calaba los huesos. En el cielo negro, estrellas del mismo color, extrañas, amenazantes. Pero todavía no era hora.
-¡Malnacida! ¡Loca! ¿Qué has hecho, loca?
Una ola neblinosa me trajo olor a incienso y a carne quemada. Las cadenas ya tintineaban a lo lejos. Pero todavía no era hora.
-¡Tú no eres hija mía! - El tortazo más grande que había recibido nunca me tiró al suelo - ¡Loca invertida! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?
Mi madre me torteaba mientras estaba en el suelo. Me di cuenta de que me estaba manchando con la misma sangre que cubría mis manos. Empecé a reír.
-¡Loca, loca, estás loca! ¡He parido a una loca asesina!
-Asesina como tú.
Me agarró por los pelos y me golpeó la cabeza contra el suelo. No hice por defenderme y me importó bien poco. En cierto modo, me sentía bien. Mi reacción enfadó aún más a mi madre que me zarandeó la cabeza con ira.
-¡Yo seré una asesina, pero tú eres una bollera!
-¡Sí, lo soy! - la pequeña paz que me rondó momentos antes se hizo plena. Le agarré los brazos y hablé más consciente que nunca – Has parido a una bollera loca, vieja pelleja. Pero a mí me ha parido una criminala que... - no pude terminar la frase. Se me torció la expresión del dolor. Sentí como me desgarraba por dentro la criatura de mis entrañas.
Una campanada poderosa sonorizó el momento. La ira de mi madre se hizo ilusión sin transición alguna. Todos los crímenes mencionados dejaron de importar.
-¡Mi nieto! ¡Benditas sean las ánimas! - Una mosca trató de interrumpir el éxtasis de mi madre, pero la apartó de un rápido manotazo. Sonó la segunda campanada.
El cielo negro tras mi madre se iluminó de candiles. Otra mosca volvió a incordiarla cuando me abrió las piernas para recibir a la criatura; esta vez tuvo que esforzarse más para espantarla. Tres. Me tocó, me metió los dedos, yo no podía hacer nada a causa del dolor. Era como si el firmamento entero saliera de mis entrañas. Cuatro. Igual de doloroso era el chiquillo saliendo que las instrucciones de mi madre, pidiéndome que empujara, con una sonrisa en la boca. Cinco.
La intensidad y alegría de mi madre se fue tan rápido como vino. Apartó sus manos de mí y el horror se empezó a dibujar en su rostro. Seis. Una nueva mosca le revoloteó la cara. Y otra más. Y otra. Y otra, hasta que fueron decenas. Su mente quebrada estaba más preocupada por otros asuntos y ya no hizo nada por espantarlas. Hicieron una máscara sobre su rostro horrorizado, entrando sin oposición por sus orificios. Siete..
El chasquido de los flagelos dirigió mi vista hacia la luz de los candiles. No eran candiles en las sombras, sino cirios que portaban los penitentes de una silenciosa y solemne procesión. Se tambaleaban con lentitud, dejando que la cera cayera sobre sus huesudas manos, en sus huesos pies engrilletados y en sus túnicas negras, bordadas de amarillo, formando extraños símbolos. Ocho. Entre los penitentes marchaban los flagelantes a los que escuché, con una sonrisa perenne e inexpresiva y miradas de cuencas vacías; sus torsos estaban desnudos y, de sus laceradas y marchitas pieles, colgaban cadenas que arrastraban como andrajos. Nueve. En el centro de la procesión, un muerto, con su mortaja blanca, iba sentado en una caja que cargaban seis costaleros sobre sus hombros; llevaba los brazos abiertos en cruz, mostrando las palmas y estaba coronado con una corona en llamas anclada con clavos en su cráneo. Diez.
Dos penitentes se adelantaron y agarraron a mi madre, cubierta de moscas y con la mente extraviada. La hicieron desaparecer entre la procesión. Once. Ante mí se postró otro procesionario, con el rostro tapado. Me hundió las manos en mis adentros, frías, como si fueran el mismo invierno. Con suma facilidad, sin dolor, arrancó al chiquillo de mi vientre y lo tomó entre sus raquíticos brazos, envuelto entre moscas, cubierto de sangre, sin llanto. Mi cuerpo no sintió más dolor, mi alma no tuvo más pena. Doce.
La procesión marchó en silencio, con el leve murmullo de los maderos y cadenas arrastrándose suavemente, las espaldas fustigadas y los pasos huesudos. Aquella que se llevó a la criatura volvió a la procesión, quedándose la última. Un soplo de viento le arrancó el velo de la cabeza, dejando ver su melena de cobre y sangre.